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Escapadas

Por el paraíso volcánico de César Manrique

 De El Diablo al Jardín de Cactus, pasando por miradores y cuevas, para celebrar el centenario del artista que quedó para siempre ligado a Lanzarote

El Mirador del Río de César Manrique, en Lanzarote. 
El Mirador del Río de César Manrique, en Lanzarote. Adriel Perdomo Curbelo
Anatxu Zabalbeascoa
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¿Es la geografía o es la cultura la que construye los lugares? En Lanzarote esa pregunta se vuelve esquiva. Es imposible saber dónde empieza la arquitectura y dónde la esencia volcánica de la isla canaria. Ese fue el secreto de su creador más internacional: César Manrique (1919-1992) supo disolver la frontera entre arte y naturaleza. En el año de su centenario, el paisaje lunar de la isla sigue hablando de su visión arquitectónica, hoy sinónimo de Lanzarote.

Hay una manera de llegar a este artista que parte de la propia tierra. En vez de precipitarse hacia su asombrosa creatividad, es útil ir acercándose poco a poco. Así, si al aterrizar se conduce hacia el sureste —llegando hasta las Salinas de Janubio, Los Hervideros y El Golfo—, se entenderá que este es un sitio de contrastes. La explotación de la naturaleza se camufla con la propia naturaleza. Las salinas son el paisaje. Lo mismo que los viñedos de La Geria, donde círculos de tierra oscura protegen las vides del viento.

Tras visitar las Montañas del Fuego, en el parque nacional de Timanfaya, uno está ya preparado para conocer a Manrique. De hecho, se lo encuentra coronando ese pico. El autocar parte del restaurante El Diablo (901 20 03 00), un mirador circular casi transparente que parece una burbuja más en el panorama volcánico y que Manrique y sus colaboradores habituales —Jesús Soto y Eduardo Cáceres— levantaron a principios de la década de 1970. Sirven pescados y carnes cocinados con las brasas del volcán.

cova fernández

Cuentan que cuando, tras pasar años pintando en Nueva York, regresó a su añorada isla, se topó con una burbuja volcánica de unas dimensiones habitables. Allí construyó su primera casa. La llamó Taro, como las antiguas construcciones de piedra de Lanzarote. La burbuja creció hasta convertirse en el laberinto volcánico que hoy es la Fundación César Manrique, que contiene la colección de arte contemporáneo del artista. Fue saliendo de esa fundación en Tahíche, ya camino de su casa, donde falleció en un accidente de coche, el 24 de septiembre de 1992. Quedó atrapado en su Jaguar. La isla quedó conmocionada. Y su nombre, unido para siempre a las grandes sorpresas de Lanzarote.

Ponga rumbo hacia el norte para acercarse al Mirador del Río con vistas a La Graciosa y a la playa de Famara, los siete kilómetros de arena fina donde Manrique pasó los veranos de su infancia. Preste atención porque el mirador se hace eco de la mezcla de respeto y fiesta que caracterizó al artista y se camufla con las piedras del paisaje.

En su casa-taller

Si antes de llegar a las Salinas del Río, donde está el mirador, quiere detenerse en el pueblo con más palmeras de la isla, Haría, allí podrá visitar la casa-taller de Manrique y contemplar una biografía visual de lo que leía, vestía, escuchaba y pintaba. Verá que al culto a la naturaleza unió el culto a la amistad que reflejan los salones que ideó para recibir a sus amigos.

Con el paisaje en la retina y la biografía de Manrique en mente, está listo para adentrarse en el escenario más dramático que ideó. En Punta Escamas están dos de los auditorios más singulares del mundo. La Cueva de los Verdes es un laberinto formado por los ríos de lava de las erupciones del volcán de la Corona. No fue Manrique sino su eterno colaborador, Jesús Soto, quien ideó la iluminación de este lugar donde durante siglos se escondieron los locales de las invasiones. El nombre deriva de una de esas familias, que guardaba allí su ganado. Esta visita es un aperitivo para la traca final ideada por Manrique en los Jameos del Agua. Un jameo es un tubo volcánico creado por un río de lava que pierde su techo y reaparece como un surco profundo. En el restaurante y auditorio que construyó es casi imposible diferenciar entre arquitectura y paisaje. Se vive la sensación de penetrar en las entrañas de la tierra para encontrar luz natural en lugar de oscuridad y una discoteca rodeada de vegetación.

Manrique también trabajó mano a mano con un arquitecto inolvidable, Fernando Higueras, para envolver en vegetación el singular hotel Meliá de Teguise, un micromundo de exuberancia y hedonismo.

El Jardín de Cactus, en Guatiza, diseñado por César Manrique.
El Jardín de Cactus, en Guatiza, diseñado por César Manrique.Alamy

No hay que dejar de visitar el Jardín de Cactus, en Guatiza. Su último proyecto restauró el vacío de una cantera de árido abandonada sembrándola con más de 450 tipos de cactus. Todo en él, las ventanas redondeadas, los muros que se confunden con el paisaje, el diseño antropomórfico de las verjas y las fuentes…, remite a la incontenible imaginación del artista. Y otra parada espera en el centro exacto de la isla, en San Bartolomé: una escultura de 15 metros de hormigón y hierro pintados de blanco, el Monumento al Campesino, que Manrique levantó en 1969. También restauró un antiguo caserío para homenajear a los labradores contando su historia y mostrando la evolución de sus aperos.

Alguien que pensó tanto en el paisaje, las plantas y la fiesta deja un legado sabio. Por eso, al final, el viajero tendrá la sensación de haber visitado un lugar de otro mundo. También la de haber conocido a una persona que hizo un paraíso de una isla volcánica.

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