Ocho rutas para enamorarse de Portugal
De los viñedos del Duero a la ría Formosa, pasando por el Alentejo y los pueblos de pizarra de las sierras al este de Coimbra, escapadas lusas para vivir el otoño
Cuando el viajero se sentó en la arena de la playa y dijo: ‘No hay nada más que ver’, sabía que no era así. El fin de un viaje es solo el principio de otro. Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver de día lo que se vio de noche (…). Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre. El viajero vuelve al camino”. José Saramago acababa así su Viaje a Portugal (1981). En este otoño que recuerda el 20º aniversario de su premio Nobel, qué mejor que seguir sus consejos en ruta por tan maravilloso país.
1. Nacional 2: cruzar Portugal en coche
Si Estados Unidos tiene la Ruta 66, Portugal tiene su Nacional 2, una carretera fuera de autopistas, columna vertebral del interior del país. De Chaves a Faro, una ruta de auténtico país y auténtica gastronomía. Aunque sus 737 kilómetros permiten cubrir el camino en un día, sería un desperdicio. La EN2 es para saborearla. El objetivo no es llegar. Desde la región Trás-os-Montes, tierra de castañas y de hombres con capa, esta carretera del siglo XIX se va cruzando con los grandes ríos del país, pronto con el Duero, después con el Dão y el Tajo y finalmente con la ría Formosa, tierra de almejas y de hombres con bermudas. En medio, casas de comida que no aparecen en Internet, barrancos, aldeas y artesanía. La EN2 atraviesa las ciudades en lugar de bordearlas, así que la tentación de ir haciendo paradas es permanente y, además, gratificante.
El cante alentejano es la excusa para recorrer los pueblos más auténticos del interior de esta región
El paisaje se va templando. Se empieza con sierras y clima húmedo para abrirse paso el camino por las playas fluviales de Tondela, Góis o Pedrógão Grande, que aprovechan ríos furiosos y pantanos vecinos. Poco a poco el horizonte se ensancha, los eucaliptus desaparecen y se llena de inmensas praderas con alcornoques y encinas. En la tierra alentejana, las encinas se muestran desnudas de cuello hacia abajo, descorchadas con la habilidad de cirujanos.
Siempre por el interior, solo al subir a Aljustrel se otea un poco de océano a lo lejos antes de descender, con un tiempo habitualmente soleado y seco, hasta Almodôvar. El camino desde aquí a São Brás de Alportel ha sido declarado patrimonio nacional. Se ha rehabilitado la vieja señalización y las casas de peones camineros, sus típicas fachadas azulejadas y el kilometraje a las ciudades próximas. A Faro hay 17 kilómetros. Se intuye la meta por la abundancia de hoteles, supermercados y flotadores con forma de patos. El objetivo está casi cumplido y ya tenemos saudades de lo que dejamos atrás.
2. Navegar entre viñedos, de Pinhão a Provesende
Pinhão crece en el Duero, equidistante de Oporto y la frontera española, enel centro de la zona vinícola más antigua con denominación de origen, la del Duero (1756). Desde su muelle se ofrecen paseos en barco de 1.000 euros, en yate-hotel, con noches y un sinfín de libaciones incluidas, y también de 35 euros, como el de ida y vuelta entre Pinhão y Régua, también con cata de vinos incluida. Mientras avanza la barca pasan por el río laderas a rayas verdes y marrones con repuntes de cal o del albero; son las quintas, cada una con su historia de siglos: Quinta do Castro, Quinta de Santa Barbara, Quinta do Vallado… En Peso da Régua, la capital de la comarca, hay que visitar el Museo del Vino para comprender la historia de la región.
De Pinhão rumbo a Tua, al norte, se otea la mayor concentración de quintas del río (Ronção, Malvedos, Bom Retiro, Vesúvio), con viñedos que trepan hasta 500 metros de altitud entre meandros y riachuelos. No hay recolección más difícil que la de esta parte del Duero. Hay que trepar a los picos de las montañas para apreciar la magnificencia de la obra del hombre. Los caminitos son empinados y peligrosos, solo para un coche.
Sin resuello se llega a Provesende, una aldea noble en otros tiempos a juzgar por sus blasones y sus mansiones de piedra granítica. Conquistada por los árabes, tiene cementerio romano, capilla románica, fuente barroca y 10 casonas manuelinas que podrían albergar a toda la vecindad. Aquí, cansados y hambrientos, es obligada la parada en Papas Zaide.
3. A Santiago por la costa lusa
El camino portugués central (Oporto-Valença-Santiago) es el segundo más popular, tras el francés (Roncesvalles-Santiago). Pero no el único que atraviesa Portugal. Desde el año pasado los 11 municipios de la olvidada ruta costera han creado una señalización común, clara y rigurosa con la historia, además de una web con albergues oficiales y puntos de interés.
En el camino hay que serpentear, así se descubren rincones únicos desde su salida en Oporto hasta Vila Nova de Cerveira, pasando por Matosinhos, Maia, Vila do Conde, Póvoa de Varzim, Esposende, Viana do Castelo y Caminha. Son 150 kilómetros por la geografía portuguesa (faltarán 250 hasta el Obradoiro). Aunque se llame el camino de la costa, pocas veces se ve el mar, lo que no quita para que la belleza del paseo se garantice con viejas calzadas romanas, frondosas arboledas, pacientes vacadas y acueductos vetustos.
Qué mejor inicio que Oporto, la invencible, y con las bellas playas de sus vecinas Foz y Matosinhos. Después de comer una inigualable francesinha en el restaurante O Requinte, se echa a andar hacia Vila do Conde, donde destaca el pórtico manuelino de su catedral; se pasa por Esposende, donde el río Cávado nos permite decidir si continuar por la costa, hacia Apúlia, o remontarlo en Fonte Boa.
El castillo de Tomar, construido en 1160 sobre una colina, fue la defensa militar más moderna de su tiempo
En Castelo do Neiva está el templo más antiguo dedicado a Santiago fuera de España. Fue consagrado en 862, poco después del descubrimiento de la tumba del apóstol en Compostela.
Para salvar el caudaloso río Lima, a la altura de Viana do Castelo, se saltan 10 siglos, cuando Gustave Eiffel sustituyó en 1878 el endeble puente de madera por uno de hierro, que hoy nos aguanta. La amurallada ciudad son palabras mayores. Al menos una vez, se debe entrar o salir por la puerta que lleva el nombre del santo y luego perderse por sus laberínticas calles hasta encontrar el primer hospital del peregrino (datado en 1468).
Antes de llegar a los arenales de Vila Praia y Modelo, vale la pena desviarse a la Quinta de Boa Viagem, disfrutar de sus jardines y presentar respeto a la gran calavera de la capilla. El objetivo ya está a dos pasos, en Caminha y Vila Nova de Cerveira, con el Miño a sus pies. Los barcos llevan de uno a otro lado, pero si el peregrino quiere seguir, lo suyo es ir a Valença, en la ruta central, pues la de la costa deja de estar señalizada en el lado español.
4. Aldeas de pizarra
En el centro del país, entre Castelo Branco y Coimbra, subsisten 27 aldeas de pizarra. Gracias al turismo, estos lugares olvidados han conseguido una segunda vida. Hoy sus casas aparecen repintadas y asfaltadas hasta la puerta. Es el caso de Piódão, considerada una de las siete maravillas de Portugal. No pregunten su opinión a los vecinos de la cercana Sobral de São Miguel, que se consideran el corazón de la pizarra, y con motivo, de aquí se extrae la piedra para exportarla a todo el mundo.
En estas aldeas predomina la pizarra de sus casas, sin embargo, no todas las pizarras son iguales, pues las hay más negras y más marrones, a todas las une una gastronomía contundente. Hay buen pan, cocido en hornos de leña, mermeladas, compotas y miel. El cabrito es plato obligado (párense en O Pascoal, en Fajão), al igual que la chanfana (que aprovecha los animales viejos), las migas y las populares acordas.
Cada aldea procura buscar su singularidad. Cerdeira, por ejemplo, se apunta a la agricultura biológica, a trabajos artísticos y al coworking. Las aldeas junto al río Zézere y el Tajo, ya más de granito que de pizarra, fomentan el ocio de agua. No hay que olvidarse de Talasnal (y su restaurante Ti Lena), ni de Chiqueiro, ni de Fajão, ni de Martin Branco ni de Gondramaz, y hablar con sus gentes, que enseñan a hacer pan, elaborar aguardientes o cucharas de palo. No es fácil llegar a todas las aldeas, porque aunque próximas espacialmente, las carreteras tienen que salvar las sierras de Açor y Lousã y los ríos. Es fundamental visitar la página Aldeiasdoxisto para planear la ruta, sea en coche, a pie o en bici.
5. Tomar, refugio de templarios
Mitad Juego de tronos, mitad Assasin’s Creed, no hay mejor lugar que Tomar para seguir las huellas de los caballeros de la Orden del Temple, los templarios. Creada en el siglo XII para ayudar a la reconquista cristiana del país, el papa Clemente V le cortó las alas dos siglos después, celoso de su creciente poder, sin embargo en Portugal continuó un tiempo como la Orden de los Caballeros de Cristo.
Tomar es templaria de principio a fin; tiene fiestas, hoteles, restaurantes y, por supuesto, iglesias y castillos templarios. Sus cuatro grandes monumentos están localizados estratégicamente en los cuatro puntos cardinales, formando una cruz. El castillo, construido en 1160 sobre una colina, fue la defensa militar más moderna de su tiempo. Al lado, el único, el singular y mágico convento de Cristo, con la ventana del capítulo, el mayor exponente del estilo manuelino. En su interior, la deslumbrante Charola fue copiada del santo sepulcro de Jerusalén. La iglesia sigue las proporciones del templo de Salomón, donde se fundó la orden.
El camino entre Almodôvar y São Brás de Alportel por la carretera N2 se ha declarado patrimonio mundial
En el pueblo se erige la iglesia de Santa María del Olivo, panteón de los caballeros del Temple y catedral de todas las iglesias del imperio portugués en América, Asia y África. Siguiendo el río Zézere se llega a otros castillos templarios, todos ellos levantados para rechazar la invasión de los musulmanes o recuperados a estos. Sobre una roca en medio del río se alza el castillo de Almourol (1169). Un barco desde la vecina Vila Nova da Barquinha facilita la visita al castillo-isla.
La torre de Dornes, el castillo de Soure y de Castelo Branco son otras fortalezas templarias, aunque hay que viajar hasta el castillo de Penha Garcia (1295) para ver su último refugio de una historia de guerra y religión.
Si los pecados aún no han sido perdonados ni hay cruzadas para redimirlos, lo más práctico es acercarse hasta el santuario de Fátima, rezar a los pastorcillos y tomarse un buen ganado refrigerio en el excelente restaurante Alice.
6. Al cantar se hace camino en el Alentejo
El cante alentejano es la excusa para recorrer los pueblos más auténticos del interior de esta región portuguesa. De lado dejamos su parte marítima, que viven bien del sol y la playa, nada que ver con su interior, históricamente la parte más pobre y sufrida, corazón del partido comunista, el bajo alentejano. En pueblos como Serpa, Sete, Beja, Castro Verde cantan los sinsabores de las faenas agrícolas y mineras. Es un canto de la tierra, profundo, antes solo de los hombres, sin acompañamiento musical alguno. En 2014 fue declarado por la Unesco patrimonio mundial gracias, sobre todo, al empeño de los vecinos de Serpa, donde reside la Casa do Cante.
La música es la excusa para llegar a este pueblo, y pronto se comprende que el paisaje hace a la música. La sencillez del cante alentejano es igual que sus pueblos, blancos, limpios, con la plaza, donde se concentran la iglesia, el bar, el asilo y el banco, de los de sentarse, pues los otros están huyendo de estos pueblecitos de ritmo lento.
Hay pueblecitos de casas blancas con raya azul y pueblecitos de casas blancas con raya ocre, pero la quietud es igual en São Marcos da Ataboeira que en Moura o Arraiolos, famoso por las alfombras que zurcen artesanalmente sus mujeres. En medio está, claro, Évora, palabras mayores, capital del Alentejo, con su universidad, una de las más antiguas de Europa, y sus dólmenes y su crómlech de los Almendros y su capilla de huesos y calaveras.
Hoy existen más de un centenar de grupos de cante alentejano, a todos les une ese campo infinito, el sol inclemente en verano. Hay que pasarse por aldeas como Alvito, con sus murallas, o Cuba, que reclama el nacimiento de Colón, y por supuesto Beja, con su aeropuerto en medio de la nada, 10 años después de su inauguración, prácticamente por estrenar. Algún día llegarán los más pudientes para comprarse lo más difícil de tener, la paz, el silencio y unas tierras inmensas salteadas de olivos y encinas.
7. Paseo entre islas De Faro a Cacela Velha
El otoño es la mejor estación en el parque natural de la ría Formosa. A poca distancia del aeropuerto y el ruido comienza un extenso humedal donde solo las aves rompen el silencio. Islas, islitas e islotes aparecen y desaparecen según la marea. Por sus laberínticos canales se mueven las barcas de pescadores y guías. Es imprescindible pasear con ellos, porque además de llegar a lugares de otra forma inaccesibles, los guías nos van descubriendo la riqueza de la flora y la fauna que pasaría inadvertida.
El paraíso de la ría Formosa lo forman cinco islas, de este a oeste: Cabanas, Tavira, Armona, Culatra y Barreta, abrazadas por una península en cada extremo, la de Cacela, ya muy próxima a la frontera natural del Guadiana y la de Ançao que sale de Faro. Transbordadores y barcos-taxi las unen al continente.
Este archipiélago de aguas y arenas oculta 600 especies de plantas, 200 especies de aves y 300 de moluscos. En este tiempo se refugian hasta 20.000 aves y especies en vías de extinción, como el camaleón y el caballito de mar, con la mayor población del mundo.
Cabanas, Tavira, Armona, Culatra y Barreta (o Desierta, porque lo está) son islas de mayor fuste, a las que se llega a pie desde la costa, en barco o en trenecito. Todas ellas tienen aguas tranquilas y templadas, más mediterráneas que atlánticas, y playas inmensas exentas de hoteles y restaurantes.
El pueblecito de Olhão es el centro comercial del archipiélago. El ferri que comunica con la isla de Armona lleva isleños con carritos cargados de productos básicos, de agua y comida, de frigoríficos y fregonas. Armona solo tiene una callejuca de casitas modestas, que van del muelle hasta las dunas, levantadas en los años sesenta para solaz de fin de semana, pues sin electricidad ni agua dulce no servían para mucho más. En el mercado de Olhão el producto estrella es el molusco, y de entre todos ellos, la almeja, criada y recolectada a escasos metros, así como berberechos y navajas. Pero para degustarlas, a mesa puesta, nada mejor que visitar el restaurante Noélia y Jerónimo de Cabanas, y después sestear y pernoctar en la Pensão Agrícola. Ambas experiencias tan placenteras como avistar pajarillos en este paraíso que forma la ría Formosa.
8. Lisboa literaria, tras Saramago y Pessoa
Lisboa tiene mil recorridos, pero dos de los más completos siguen los pasos de sus dos grandes escritores del siglo XX. Si Fernando Pessoa (1888-1935) era más de las tabernas del Chiado y la Baixa, acabando en Campo de Ourique, Saramago (1922-2010) nos lleva al barrio de Estrela, a la colina de Alfama y a la avenida de la Libertad y la sede del Diário de Notícias, donde el premio Nobel ejerció de subdirector 10 meses. Fundado en 1864, el edificio ha acabado convertido en apartamentos, aunque mantiene el luminoso con el nombre del periódico y los paneles únicos de Almada Negreiros.
Saramago vivió en Estrela, junto a su delicioso parque y la basílica del mismo nombre, referida en la novela Memorial del convento. El tranvía 28 pasa por delante, lo que nos facilita trasladarnos hasta el mirador de Santa Catarina, donde pasea el protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis. Siguiéndole nos lleva a la calle Alecrim y pasea por el populoso Cais do Sodré y la espectacular plaza del Comercio.
En una esquina sigue Martinho de Arcade, el restaurante preferido de Pessoa. Allí comió, bebió y escribió mucho, entre otras cosas Mensagem, y se le guarda respeto a su mesa. Saramago tiene su mesa reservada en Farta Brutos, en el barrio Alto, y también en Varina da Madragoa, en Estrela. Estamos a pocos metros de la Casa dos Bicos, hoy sede de la fundación del Nobel. Basta atravesar el Arco Oscuro o el Arco de la Puerta del Mar para deslumbrarse con la luz del Tajo o perderse en Alfama. Este es el barrio de Raimundo Silva, el revisor de textos de Historia del cerco de Lisboa. A través de su personaje, Saramago nos sube por la catedral, la iglesia de San Antonio, los miradores de Santa Luzia y del Sol hasta el castillo de San Jorge, principio y fin de esta ciudad.
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