El regreso de la Ibiza ‘hippy’
Lejos de las discotecas y las playas más concurridas, la isla balear mantiene vivo el espíritu y la belleza que la convirtieron en paraíso de los ‘hippies’. De Cala Conta a Santa Agnès, un viaje hedonista
Los enormes carteles que anuncian conciertos de disc jockeys estrella como Guetta y Calvin Harris indican que la isla-party no abandona su mina de oro mientras explora nuevos negocios basados en la vieja paz pitiusa, que malhirieron las discotecas. Ahora se trata de recuperar aquel estado mágico que atrajo a escritores y hippies, incluso cineastas de la talla de Polanski, a quien vi en Pachá en los tardíos ochenta. El nuevo espíritu hippy organiza eventos como el Aniwa, que reunió el verano pasado a una muchedumbre en torno a líderes espirituales de todo el mundo, desde un chamán peruano hasta un curandero maorí. En lugar de ron, se bebió chocolate ritual. Contorsiones eléctricas dan paso al yoga. Lánguida y relajante es la música que suena en ciertos lugares, como en el hostal La Torre, en Cap Negret. La isla apuesta por la industria de la sanación espiritual. Es un revival que nos lleva a recordar cómo era Ibiza hace más de 50 años.
“Cuando llegué aquí casi todas las carreteras secundarias eran de tierra”, dice José, un antiguo hippy argentino. Estamos en Cala Conta. Un fuerte viento anima las olas avivando el azul corsario del mar. Delante tenemos los islotes del Bosc y Sa Conillera. La luz intensa, prodigiosa, revela cada detalle del agreste, simple y grandioso paisaje de tragedia griega: el verde ralo de los islotes, la carne viva de las rocas abrazadas por la espuma, los cúmulos algodonosos en lontananza. Unos pedruscos impiden que la explanada que bordea el acantilado se llene de coches cuando en verano el Sunset Ashram se desborda. Abajo hay una cala nudista. “Recuerdo una mujer bellísima, desnuda, de pie en aquella roca desafiando el oleaje. Parecía un mascarón de proa”. El verde turquesa de la cala resulta alucinógeno, sensual. Tierra adentro destacan las siluetas de las grúas que modifican el pinar ralo salpicado de rocas antiguas. Por suerte, toda esa hermosa franja costera fue comprada por un millonario iraní que pretende dejarla más o menos como está.
Nos detenemos en Sant Agustí des Vedrà. Los cactus se destacan contra las paredes blancas de las casas. En el estanco, un extranjero local toma las dos cajetillas de tabaco que ha puesto el dueño sin pronunciar una palabra. Es un pueblo tranquilo incluso en verano. La iglesia tiene una fachada blanca, lisa, y los costados de piedra. Una campana bajo un escueto tejadillo y una veleta aguarda el momento de anunciar la misa o una defunción. “La vida era fácil acá los primeros años”, dice José. “Hacíamos muñecos de tela y los rellenábamos con mijo, de forma que podían ser moldeados. Luego vendimos biquinis caseros”. Pasamos delante del bar Guillem, en cuyas ventanas hay una foto de aquellos tiempos, con una mujer ibicenca en el mismo umbral tocada con el chal negro típico y a su lado una hippy fumando hierba con los ojos nublados. Entre ese instante y este otro de ahora ¿qué ha sucedido? Nada, en realidad.
Tal vez al estadounidense Elliot Paul, que estuvo en los años treinta en Santa Eulària, le sería difícil sentir que la ciudad tiene algo que ver con el pueblo al que dedicó un libro poético y desgarrado. Walter Benjamin pasó también unos meses de pobreza franciscana en Ibiza, en 1932 y luego en 1933. Y Rafael Alberti. Todos ellos entornaron los ojos ante esa luz intensa, tuvieron el privilegio de conocer las gentes que habitaban ese “pequeño paraíso”, en palabras de Paul. Paraíso humilde, como el paisaje de colinas montañosas que se extiende entre San Rafael, un pueblo desierto, y Santa Gertrudis. Un oasis donde los pájaros cantan ajenos a una especulación ilusoria y los árboles se preparan para resistir la canícula, que en pleno agosto, como decía Benjamin, parecen los únicos seres vivos de la isla.
Pinturas surrealistas
En el bar Costa de Santa Gertrudis cuelgan pinturas surrealistas, pago en especie de artistas locales, así como un par de jamones. De calles anchas y casas bajas, el pueblo parece muy cerca del cielo. Quizá todo está ahora demasiado ordenado y limpio; a Benjamin le habría disgustado. Fúnebres tiendas de souvenirs y de helados colonizan las antes vivas calles mediterráneas, hubiera quizás escrito. El camino a Sant Mateu vibra con las sombras de los pinos y el borrón de las matas. El pueblo apenas cuenta con trescientas y pico almas. Entremos en la bella iglesia encalada del siglo XVIII, con una sola nave y alegre colorido en su decoración. Bajo el altar, un pavimento en damero blanco y negro da a esta iglesia luminosa un espíritu festivo que contrasta con el severo pórtico conventual.
Desde la terraza de Can Cosmi la iglesia de Santa Agnès parece un fantasma recostado con la boca abierta. La campana negra reluce al sol. No dejo de mirar esa fachada hipnotizadora mientras comemos unos platos sencillos y sabrosos. Un olivo espantado sirve de centinela de la iglesia. ¿Sigue siendo la isla aquel lugar mágico que bendijo a los hippies? Ante Ses Margalides, dos islotes en forma de herradura, conocidos por las puertas del cielo, José asiente. Las olas pasan bajo el arco de la roca y desaparecen, como engullidas por la sima que hay debajo. Ibiza hechiza, dice. Todavía percibo su magnetismo. En Es Vedrà, aquí mismo. Hay algo en el suelo ibicenco que no encuentras en otro lugar, pero aún no sé qué es.
José Luis de Juan es autor de ‘El apicultor de Bonaparte’ (Minúscula).
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