Cita con Banksy en Ámsterdam
El nuevo Museo Moco, de arte moderno y contemporáneo, es una de las estrellas de un viaje en familia a la capital holandesa
La capital de los Países Bajos es, quién lo duda, una ciudad encantadora, grande sin ser desmesurada, llena de tranvías, flores, restaurantes, terrazas, pequeños comercios, museos, barcos, bicicletas, canales y parques con praderas y frondosa vegetación. Buena, por todo ello, para ir con niños, aunque el muy presente olor de la marihuana y los escaparates con prostitutas del Barrio Rojo planteen a veces preguntas de difícil respuesta.
Sería imperdonable no visitar alguna de sus pinacotecas. Para evitar las colas, uno de los males que acechan a los turistas, es recomendable sacar previamente las entradas e ir a primera o última hora. Empezamos por el Rijskmuseum, un impresionante edificio del XIX con espacios amplios y grandes vidrieras. Con niños, al visitar un museo hay que ser como un ladrón por encargo que entra en un palacio: rápido y directo. Y así, dejando de lado muchas otras joyas, vamos por las más conocidas: La ronda nocturna, Cisne amenazado, El deber de una madre (despiojar a su hija), los pequeños e intimistas cuadros de Vermeer, y el autorretrato de Van Gogh, aperitivo para la siguiente parada.
En el Museo Van Gogh, mucho más pequeño y también muy visitado, el modus operandi es el mismo, y caen en la bolsa Los comedores de patatas, Trigal con cuervos, Jarrón con lirios, La casa amarilla… El interés puede despertarse dando alguna pincelada de la vida del pintor: su locura y pobreza, la oreja cortada, el hermano abnegado.
Para no abusar de la infancia, perdonamos ir al Stedelijk, pero, para no renunciar al arte moderno, aprovechamos la reciente apertura del Moco (por Modern Contemporary), también en la plaza de los Museos. Museo de nombre atractivo como pocos para un niño hispanohablante, vemos las exposiciones inaugurales, una de Banksy (hasta el 30 de octubre) y otra de Warhol (hasta el 15 de septiembre). Nos empapamos de globos, corazones, flores, armas, monos y policías, por un lado, y por otro, de actrices, tiranos y latas de sopa. Y como fusión, un retrato de Kate Moss del artista callejero a lo Marilyn warholiana.
Cerrado el capítulo artístico, en el cercano Voldenpark pregunto a mis hijos por los cuadros que más les han gustado. Surgen La ronda nocturna, el Mao de Warhol, Los girasoles y La cosecha, y de Banksy, el Rude Copper (el policía que saca el dedo), la mujer que esconde la basura tras la cortina de la pared, la tortuga con un casco de obrero por caparazón, la rata rapera… Me quedo muy satisfecho de su eclecticismo. La paternidad ofrece este tipo de satisfacciones.
Cambiando de barrio, en el Plantage, cerca de la estación Central y del Sea Palace, el enorme restaurante chino sobre las aguas, se encuentra el NEMO, el Museo de la Ciencia. Una apuesta segura, pues es casi un parque de atracciones. Diseñado por Renzo Piano, tiene aspecto de barco, cubierto con planchas verdes de cobre. Interactivo, hay juegos, como el de mantener en el aire una pelota gracias a un pequeño cañón de aire, efectos visuales, demostraciones prácticas e incluso un sencillo laboratorio. En la planta superior, en una terraza con vistas, comemos unos perritos calientes con la excelente coartada de ir con niños.
Salsa de coco y cacahuete
Ámsterdam es el sitio idóneo para probar la comida indonesia. Elegimos el Dèsa, un restaurante cerca de Albert Cuyp, calle con una excelente hamburguesería, The Butcher, y un mercado diario. Cuando cierra éste, la colorida calle adquiere un aspecto desolador, con las gaviotas en busca de desperdicios sustituyendo a los turistas. En el indonesio nos inclinamos por un menú de degustación, rijstaffel, para picotear como gaviotas y probar distintos sabores y alimentos: ternera, pollo, verduras, arroz, plátano frito, salsas de coco, cacahuete…
Ámsterdam es también la ciudad de Ana Frank. Acongoja leer en su diario: “No soy rica en dinero ni en bienes terrenales; no soy hermosa, ni inteligente, ni lista; ¡pero soy feliz y lo seguiré siendo!”. Llegamos a la casa —imprescindible sacar entradas por Internet— paseando por los anillos Central y Oeste, siguiendo el bello canal de la Prinsengracht. Despojada de los muebles por los nazis, y no repuestos por decisión de su padre, Otto, decepciona a mi hijo mayor: “Es como estar en un cuarto cualquiera, solo que con información”. Pero está la mística del lugar. A la entrada de la cafetería se expone el oscar que Shelley Winters ganó en 1959 por su papel en El diario de Ana Frank.
Un paseo en barca por los canales es muy aconsejable. Y la guinda la pone una excursión en bici de unos 20 kilómetros entre ida y vuelta, siguiendo el curso del Amstel hasta un hermoso pueblo, Ouderkerk. Según nos alejamos del centro, las casas de Ámsterdam, siempre bonitas, son sustituidas por chalés, y luego por la idílica campiña: vacas y caballos, praderas, granjas, parques, el río, patos y cisnes, barcos, remeros… y ciclistas, siempre más rápidos. Paramos para ver el Riekermolen, molino que no se visita, pues está vivido. Más adelante, hacemos otro alto en Rembrandt Hoeve, una pequeña fábrica de quesos gouda (al ajo, pimienta, ahumados, con jamón) y zuecos. Nos explican cómo se hacen unos y otros, y degustamos y compramos algunos quesos. En Ouderkerk, en una terraza al borde del río, tomamos un refresco. Es todo tan llano, tan sencillo, tan agradable. Recientes los asesinatos de Niza y Múnich, me invade una sensación de optimismo y confianza en la bella y ordenada Europa. No podrán romperla. Los viajes, a veces, te sorprenden con inesperadas epifanías.
Martín Casariego es autor de Como los pájaros aman el aire (Siruela).
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