Los Ángeles, luna playera en Denia

En 1955, construir un hotel en la playa de Denia parecía una estupidez. La arena litoral no servía para cultivar nada, por lo que el yermo se legaba a los tercerones de la familia o se vendía a algún incauto que pasara por allí. Y sí, por allí pasó Francisco Estrela, que no era ningún incauto viajante, sino un visionario industrial madrileño que acabó edificando al borde del mar un alojamiento de 58 habitaciones, 40 de ellas con vistas al mar. No tardó el hotel en llenarse de veraneantes europeos, lo que vino enseguida a confirmar el buen ojo de aquel señor.

Antonio Sellés, padre de la actual propietaria, fue llamado a ocuparse de su gerencia, hasta que en 1983 decidió adquirirlo y acometer una reforma que condujo a situar todas sus habitaciones con terraza frente al mar. Puede que a muchos no les satisfaga su decoración indisimuladamente fallera, pero su emplazamiento en primerísima línea de playa —una rareza en el hoy apantallado litoral mediterráneo— lo convierte en imprescindible para unas vacaciones de verano. A media tarde es muy gratificante tomarse un piscolabis en la terraza mientras el oleaje torna de dorado a gris plateado.

Poco después entra en movimiento el comedor, cuando el horario europeo de la colonia establecida en este tramo de la costa valencia impone los mimos de una cena temprana. Federico Guajardo, al frente de los fogones, logra el punto conveniente en la cocción de las gambas rojas de Denia y en los sorrentinos de falsa ricota. Para contento de los huéspedes, la vecindad del restaurante Quique Dacosta obliga aquí a una exigencia máxima y sin distracciones.

Escaleras arriba se van distribuyendo las habitaciones, más atemperadas en su interiorismo que las zonas comunes. En ellas, especialmente en los áticos, conviven los nuevos elementos de maderas claras con los restos de madera barnizada de la primera época del hotel. Los colchones aguantan los años gracias a un topper eficiente.

Lo mejor son los cuartos de baño. Minimalistas, en polímeros blancos, todo bien sellado, bien acabado. Son pequeños, pero ofrecen pulcritud máxima y unos sanitarios que funcionan como en un hotel de lujo. Cualquier signo dudoso sería detectado en un ambiente tan puro.

La insonorización de las ventanas amortigua el rumor del oleaje. La noche se descuelga entre los visillos hasta que todo se hace nada y la nada se hace luna llena. Lo cual sucede cada 29 días, 12 horas, 44 minutos y 3 segundos de emoción vacacional.