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Cerezos japoneses en París

Pabellones que celebran la ceremonia del té y pasteleros nipones en una ruta oriental por la capital francesa

Camilo Sánchez
Exterior de la pastelería japonesa Ciel, en París.
Exterior de la pastelería japonesa Ciel, en París.patisserie-ciel.com

Como el enigma que desprenden las siluetas tras el papel de un biombo japonés, los encantos del país del sol naciente han hechizado a los franceses desde hace más de un siglo. Los rastros del embrujo están desperdigados a lo largo y ancho de París. Ciudad anfitriona de pintores impresionistas y comerciantes de telas finas, de poetas surrealistas y filántropos soñadores, y de banqueros curiosos, que del trasegar de sus viajes arrastraron consigo el discreto exotismo de la nación oriental. Como el financiero alsaciano Albert Kahn, quien reprodujo, a finales del XIX, un pueblito nipón en el jardín de su mansión de Boulogne-Billancourt, rincón privilegiado del oeste parisiense arropado por la naturaleza y bordeado por el Sena.

Jardín francés del Museo Albert-Kahn, en París.
Jardín francés del Museo Albert-Kahn, en París.

El príncipe y la princesa Kitashirakawa, huéspedes en un par de ocasiones, debieron quedar deslumbrados por la minuciosidad con la que Kahn (1860-1940) recreó el salón de té, una pagoda y un templo conectados por senderos y un estanque donde flotan las hojas de los cerezos. También enormes nenúfares, como los que pintó Monet, otro enamorado de la cultura oriental, quien atesoró en su casa de Giverny una riquísima colección de ukiyo-e (estampas japonesas).

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Probablemente no haya mejor momento que mayo para visitar el ahora Museo Albert Kahn (10-14, rue du Port; +33 01 55 19 28 00). Las magnolias están en flor en la parcela trasera de cuatro hectáreas donde quiso recrear una metáfora del mundo que más amaba. Plantó un jardín francés. Otro de estilo inglés. Un impresionante invernadero-rosal y una recreación de los bosques de los Vosgos de su infancia. Todo esto con la única voluntad de congregar a “todos los espíritus reflexivos del mundo, en un lugar donde las ideas, los sentimientos y la vida de diferentes pueblos entraran en comunicación”. Para eso recorrió casi todos los continentes. Las imágenes y vídeos que tomó a principios del siglo XX en estas giras alrededor del mapa se exhiben también y son fichas claves para configurar la historia de la fotografía.

Envuelto zen

Ceremonia del origata, el arte de envolver regalos, en el pabellón Miwa, en París.
Ceremonia del origata, el arte de envolver regalos, en el pabellón Miwa, en París.

Las huellas de la fascinación entre Francia y Japón son recíprocas y llegan hasta nuestros días. A media calle en la pintoresca rue Jacob, en pleno Saint-Germain-des-Prés, apenas se atisba un diminuto local en madera clara con una banderita que se asoma desde la puerta con tres enigmáticos aros pintados. Se trata del pabellón Miwa, recinto exclusivo recubierto con el mismo cedro sagrado (hinoki) con el que se construyen los templos en Japón. Allí se celebran dos ceremonias para los socios del club que han desembolsado 2.000 euros previamente por la membresía anual: el rito del té y una iniciación en el origata, el arte de envolver regalos. Una tradición de 700 años. Más antigua que el origami.

El maestro de ceremonias se llama Takeshi Sato, un educado japonés instruido bajos los preceptos del sintoísmo y que vive a medio camino entre Tokio y París. Lo acompaña una asistente que explica que el sentido de esta técnica consistente en trasladar al obsequio los mejores deseos. Para esto se utiliza un papel fabricado a mano que se llama washi y que se dobla cuidadosamente; después se ata con unos finos cordones trenzados, los mizuhiki. Los encargados del negocio cuentan que sus clientes suelen ser adinerados hombres de negocio en busca de un poco de tranquilidad o de esposas de diplomáticos con mucho tiempo libre. Los sábados se puede comprar el papel a precios asequibles, así como también artesanías o tazas de té.

Pero a pocos pasos de Trocadero, en el exclusivo distrito 16, hay un lugar donde se celebra también la ceremonia del té por menos dinero. En un jardín lateral del Museo Guimet, dedicado a la historia y artes asiáticas, se encuentra entre enormes bambúes, las galerías del panteón budista. La entrada es gratuita y tiene todos los encantos que Junichiro Tanizaki describiera en su libro El elogio de la Sombra. El efecto que produce esta atmósfera es de paz. Asomarse por el museo ya ofrece un recorrido encantador, lleno de esculturas de distintas épocas y uniformes de samuráis.

Rollitos muy dulces

Barra del restaurante Kushikatsu bon, en París, a cargo del chef japonés Yosuke Wakasa.
Barra del restaurante Kushikatsu bon, en París, a cargo del chef japonés Yosuke Wakasa.

El año pasado, por otra parte, la Unesco declaró patrimonio mundial la comida tradicional japonesa. Un aliciente añadido para la llegada de novedosas propuestas gastronómicas. Más allá de la tradicional rue Sainte Anne, a tiro de piedra del Palais Royal, donde tradicionalmente se ha ubicado una rica variedad de restaurantes ramen y mercadillos, nuevos locales han abierto para enriquecer la oferta. Es el caso de Kushikatsu bon (metro Oberkampf), uno de los restaurantes insignia de Osaka. En la versión parisiense, Yosuke Wakasa, reconocido chef en Japón, ofrece la cocina tradicional de su región, caracterizada, entre otras, por una diversidad de brochetas y frituras. Una experiencia tan distinta como la nueva oleada de pastelerías japonesas, aún en periodo de exploración. De un tiempo para acá, una pequeña legión de pasteleros japoneses se ha instalado en París para proponer su versión de una de las banderas de la gastronomía francesa. Primero fueron los macarons de Sadaharu Aoki y luego la bollería de Mori Yoshida. Más recientemente sorprendieron los pasteles del cielo (Angel’s cake), de Aya Tamura.

En primavera los cerezos japoneses también florecen en París. Se pueden apreciar en el sureño parque de Montsouris, enorme y uno de los menos explorados de la ciudad. O en los jardines de la Maison du Japon, de la cercana Ciudad Universitaria, donde además, si se tienen paciencia para entrar hasta el recibidor de las instalaciones, se puede apreciar el tríptico La llegada de los occidentales a Japón (1929), del nacionalizado francés Tsuguharu Foujita, en el Gran Salón de la maison. Para finalizar este recorrido debemos trasladarnos hasta el 57 Bis de la rue de Babylone. A pocos pasos de los Inválidos y de los almacenes Le Bon Marché. Una suntuosa pagoda del siglo XIX acoge en esta esquina uno de los teatros de cine más bonitos del mundo. La historia del local resume bien la ola de curiosidad que se desató en Francia tras la apertura de las relaciones comerciales con el país del sol naciente en 1863.

Coffret rolls de la pastelería Ciel, en París.
Coffret rolls de la pastelería Ciel, en París.

La Pagoda fue el regalo de bodas de un banquero de apellido Morin. Inspirada en el templo budista de Toshu-gu, patrimonio mundial, la construcción debía servir para las fiestas y banquetes de la señora Morin. Pero el matrimonio no duró mucho y el gran salón quedó en el olvido. Hasta mediados de los años 20, cuando fue transformado en sala de cine. Cuentan que a principio de los años 70 Jackie Kennedy llegó hasta sus puertas con el deseo expreso de ver una película a solas rodeada de esas paredes tapizadas con telas que recrean una de las heroicas guerras sino-japonesas. Y así hasta nuestros días, en los que es posible que el espectador aguarde con ansias a que se terminé la película y se enciendan las luces de nuevo para deleitarse con este espacio en el que, a menudo, se tiene la impresión de estar soñando.

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Sobre la firma

Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.

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