Bogotá, mutante y mágica
El Museo del Oro, la Candelaria, la avenida Séptima y varios lugares para comer y rumbear en la animada capital colombiana
Frente a ciudades tan inacabables y maravillosas como Buenos Aires o México DF, tan llenas de historia y encanto como La Habana o Quito, otras urbes de América Latina se nos desdibujan entre el imaginario de los destinos apetecibles. Bogotá es un descubrimiento, un lugar tan vivo, mutante y mágico, un organismo tan imprevisible, que los especialistas de Google Maps llegaron, analizaron y desistieron. Como en La juguetería errante, de Edmund Crispin, los puntos de referencia cambian continuamente. Las máquinas se desconciertan. Invulnerable al panóptico, la ciudad, si no fuese por los trancones —embotellamientos—, se escurriría desde sus cerros verdísimos: unos, como Monserrate, muy religiosos; otros heridos por poblados de invasión o por selectas construcciones con ventanales que buscan la luz difícil de la ciudad. Bogotá se camufla bajo sombras proyectadas desde un cielo de nubes y claros.
A veces impera el sol. Como en el Museo del Oro. Es recomendable que nos acompañe un guía: solo así entenderemos la simbología de las piezas. Las explicaciones educan un ojo que transforma el plano del pectoral de Tolima en las tres dimensiones de un jaguar: la abstracción se concreta en la metamorfosis de un hombre que desea adquirir los atributos del felino. El atuendo no es un disfraz que enmascara, sino un elemento que transfiere las cualidades del animal al ser humano. Las arrugas del difunto surcan la lámina de oro de alguna de las máscaras funerarias.
El Poporo Quimbaya es un recipiente sensual y simétrico que representa a una cacica. A la vez, si entornamos los ojos, parece un anfibio: ranas y sapos, criaturas que viajan entre el inframundo y el mundo intermedio —los seres creativos, superiores, habitan el tercer mundo, el del aire y los pájaros— tienen una connotación sexual asociada con la reproducción. El uso del poporo evoca un coito repetido cada vez que los chamanes introducen por el orificio superior del recipiente un palillo para extraer la cal de concha de caracol que mezclan con coca para conseguir sus estados de trance. Además de coca y cal —las imágenes de los chamanes muestran un bulto de coca en el moflete—, el trance resulta de una combinación de factores: música repetitiva, ayuno, discos giratorios…
La delicadísima figura de la ofrenda multiplica su exquisitez cuando la guía me explica el procedimiento de vaciado, basado en la utilización de cera de abejas angelitas —sin aguijón—, que los orfebres utilizan para crear sus obras; la figura es una balsa desde la que se arrojan oro y esmeraldas al lago Guatavita durante una ceremonia nupcial. El mundo superior y la tierra se funden ayudando a la prosperidad. En la sala de la ofrenda se recrea la ceremonia de la balsa mientras el visitante escucha cantos koguis en una oscuridad que de pronto se ilumina para conseguir que nos sintamos bajo el agua, rodeados de las ofrendas de ese oro que “se extrae de la tierra, se transforma, se usa, se hace símbolo y vuelve a la tierra como ofrenda”.
Desde el Museo del Oro, atravesando la plaza de Bolívar, llegamos a la plaza de la catedral y empezamos a ascender por las calles de la Candelaria. El barrio me recibe con la procesión en honor a su Virgen. No se puede pedir más sincretismo: militares con metralleta, músicos de la banda, danzantes, monjitas… Al fondo, la iglesia color albero de la Candelaria, y más allá, la plaza del Chorro de Quevedo, previa a la fundación de Bogotá. Los grafitis del estrechísimo callejón del Embudo testimonian la inquietud cultural de los bogotanos.
En la Candelaria se sitúan el Museo de Botero, con su colección impresionista; el Museo del Banco de la República, la impresionante Biblioteca Luis Ángel Arango, la librería circular y acristalada del Fondo de Cultura; y la casa del poeta José Asunción Silva, primorosa en su estructura alrededor de dos patios cuya vegetación tamiza la luz. La casa incluye una interesante fonoteca. Y como el cuerpo no solo se nutre de figuras retóricas, en la Candelaria disfrutamos de ajiacos, sancochos y ceviches. En Bogotá la oferta gastronómica va desde la exquisitez cool de Harry Sasson con sus langostas y su tartar de salmón macerado en Hendrick’s Gin, hasta los fritos y arepas de huevo de puestos ambulantes que también venden frutas. Al abrirlas, parecen flores de ciencia-ficción. Puede que uno de los lugares más carismáticos sea Andrés Carne de Res, donde los bogotanos comen y bailan o bailan y comen sin que se sepa dónde está el límite entre la danza y la panza.
Frente al palacio de Nariño, sede del Gobierno, se ubica la iglesia de Santa Clara: el cañamazo bordado de su techumbre refulge e impresiona. Impresiona tanto como un paseo por la carrera Séptima, avenida peatonal y muestrario de casi todas las arquitecturas nacionales que fueron poniéndose de moda. El gran espectáculo de la Séptima es lo intangible: las vendedoras de fruta y rosas, los músicos callejeros, los jugadores de ajedrez, los mirones…
De fondo, hacia los cerros, divisamos las Torres del Parque de Salmona, renovador de la arquitectura bogotana que firma también la casa de García Márquez en Cartagena de Indias y la mole de ladrillo del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Desde lo alto del rascacielos Colpatria, el viajero ratifica la complejidad de una retícula urbana que solo podrá recorrer tomando taxis —no son caros— o subiéndose a una buseta, donde la gente cuenta dramas, limosnea, hace mimo, se apretuja y no pierde ese sentido del humor que le lleva a llamar Transmilleno al Transmilenio, la red de autobuses que muchos utilizan para moverse de un barrio a otro, yendo hacia las casas estilo Tudor de La Merced, junto al Parque Nacional, la Macarena, Chapinero o Usaquén, un pueblito que se fue pegando a una urbe tan viva y mutante que no se puede congelar en Google Maps.
Marta Sanz es autora de la novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama).
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