Lalibela en el día del entusiasmo
Lo religioso y lo pagano, el fervor y la danza, se mezclan en la extraordinaria fiesta de la Epifanía en la localidad etíope
La escena es bíblica. Los rostros, el ropaje, los rezos, los cánticos, el fervor, el entorno grandioso de montañas peladas: uno se siente proyectado en medio del Antiguo Testamento. Los fieles, por millares, están esparcidos por todas partes, algunos sentados, otros de rodillas, otros tumbados. Casi todos, ellos como ellas, llevan un gran manto blanco que cubre por completo sus cuerpos escuálidos. Los hay que rezan, los hay que cantan y dan palmas, los hay que conversan en voz baja. Algunos vinieron en familia, con los niños correteando, otros en pareja, otros en grupos de amigos. Forman unos círculos concéntricos en torno a la carpa blanca que alberga lo más preciado, lo que vinieron a venerar: los tabot. Es decir, los cofres que encierran una copia de la sagrada Arca de la Alianza. Hechos de mármol, de alabastro o de madera de acacia, equivalen al tabernáculo de las iglesias católicas. Por la mañana, unas procesiones los han traído con gran pompa hasta aquí desde los diferentes templos de la ciudad. Y ahora, durante una larga noche de vigilia, toca venerarlos. Un vistazo furtivo al interior (una curiosidad excesiva provoca murmullos de desaprobación) permite divisar, debajo de la lona, los diferentes cofres, todos cubiertos herméticamente de telas adornadas de ricos bordados: y es que un tabot jamás puede ser visto por los ojos de los mortales.
En otra carpa, unos sacerdotes de pie en círculo cantan, acompañados de tambores y címbalos, una melopeya que parece no tener fin. A cada escalón de la jerarquía eclesiástica corresponde un vestido distinto: los hay con un manto blanco subrayado por bordados de un rojo intenso, con vistosas capas negras, con casullas de múltiples colores ricamente ornamentadas, con vistosos turbantes blancos, con tiaras espectaculares que casi parecen cascos de gladiadores. Varios llevan un cetro en el que se apoyan para aliviar esta larga vigilia. El ambiente es místico, intenso en medio de la suavidad penetrante de las voces. El canto acaba envolviendo al visitante, embriagándole.
Tras una noche de fervor empieza, de madrugada, la parte central de la ceremonia. Los sacerdotes, blandiendo unas grandes cruces griegas, se acercan con mucha ceremonia a una piscina cercana en forma de cruz. Le dan lentamente la vuelta, antes de bendecir el agua con un hisopo, en medio de los cánticos y entre olores de incienso. Y he aquí que el ambiente cambia de repente. Tras el letargo tranquilo, apacible de una noche de oraciones, tras estas horas de recogimiento, todos parecen agitarse al mismo tiempo. Se trata de ungirse como sea con esta agua ahora bendita. Todos se atropellan para llegar a la piscina sagrada, un bidón o una cantimplora en la mano para echarse el preciado líquido encima de la cabeza. Hasta que unos ayudantes vestidos con un chubasquero de un verde intenso cojan unas mangueras y empiecen a rociar generosamente a los fieles. Chicos o chicas, jóvenes o ancianos, se empujan para colocarse en el trayecto del agua. Los regadores parecen pasarlo en grande, tanto como estos grupos de jóvenes ya empapadas que corren detrás del flujo de agua para mojarse todavía más.
Estamos en Lalibela, en el corazón de las montañas etíopes, a 2.600 metros de altura: lugar famoso por sus iglesias rupestres y considerado como sagrado por todos los etíopes (la mayor parte de sus habitantes tienen algún pariente vinculado al clero). Y sitio ideal, por tanto, para contemplar, o más bien vivir intensamente, el timkat, la ceremonia religiosa más importante del año para la Iglesia ortodoxa del país, que celebra, a finales de enero, la Epifanía local.
Entre cánticos
Tras el caos alegre de las mangueras vuelve la religiosidad. Con gestos de un respeto extremo, los sacerdotes, que han ayunado durante 24 horas, empiezan a retirar de la carpa, uno tras otro, los tabot siempre ocultados a la vista por unas telas, y se los ponen sobre la cabeza. Es el momento cumbre de la ceremonia: de la muchedumbre emana una sensación de fervor intenso, mientras vuelven los cánticos. La voz de un sacerdote que amplifica la megafonía se hace lastimera, implorante: casi un lloro que parece contagiar de una irresistible tristeza a los presentes. Muchos leen la Biblia de manera frenética y ferviente (por más que algún que otro teclee el móvil al mismo tiempo), sin dejarse distraer por los niños que juegan a perseguirse en medio de la muchedumbre. Los sacerdotes de capa negra, alineados en filas, se balancean lateralmente, hasta que su línea ondulante empiece a alternar avances y retrocesos, en una progresión de una lentitud infinita. Más alegres, unos niños vestidos de un azul marino chillón o de amarillo abren el cortejo: cantan y baten palmas con entusiasmo mientras los reciben los ululatos de los fieles, los aplausos de la gente y los sonidos de unas pequeñas cornetas previamente distribuidas entre el público. Fervor y entusiasmo se mezclan cuando el cortejo se pone en marcha, bajo el sol abrasador del que los sacerdotes se protegen con enormes paraguas de todos los colores.
Guía
Información
» En Etiopía, la Epifanía (el timkat) no conmemora el encuentro de Jesús con los Reyes Magos como en Occidente, sino su bautizo. Se celebra en todo el país (principalmente en Lalibela, una población de unos 15.000 habitantes, Gondar y Axum) entre el 18 y el 20 de enero.
» Ethiopian Airlines (www.ethiopianairlines.com) vuela de Madrid a Adis Abeba. Ida y vuelta, en torno a los 550 euros.
» Lalibela tiene aeropuerto propio, aunque también se puede llegar por carretera.
Dormir
» Hotel Maribela (www.hotelmaribela.com). Sokota Road, Lalibela. Uno de los mejores de la ciudad.
» Hotel Roha. Una opción más modesta pero agradable en pleno centro de la ciudad.
Durante horas, el cortejo serpentea por las calles de Lalibela, profusamente decoradas de guirnaldas con los colores de la bandera etíope (verde, amarillo y rojo): va camino de las iglesias donde se volverán a depositar los tabot. De vez en cuando toca alguna parada: de nuevo los sacerdotes vestidos de blanco se alinean para bailar, los de capa negra repiten sus lentos vaivenes. El entusiasmo de la muchedumbre parece crecer con cada pausa del cortejo. Y, progresivamente, lo profano hace acto de presencia al lado de lo sagrado: como cuando unos grupos de chicos, muchos con el pelo afro, blanden unos palos y entonan, acompañados por unos tambores, un canto con una letra repetitiva, bailando en círculo de una manera que evoca las danzas guerreras de las tribus del África negra.
“Es una manera de llamar la atención de las chicas”, explica un asistente. Y, efectivamente, muy cerca se forma pronto un grupo de chicas que empiezan, ellas también, a batir palmas y a lanzarse (algunas con el niño en brazos) a una exhibición de eskista, esa espectacular danza etíope que se ejecuta moviendo frenéticamente los hombros y el busto de adelante hacia atrás.Muy cerca, unas ancianas parecen recuperar de repente todo el ímpetu de antaño y se lanzan ellas también a unas exhibiciones coreográficas que nada tienen que envidiar a las de quienes podrían ser sus nietas.
Los grupos de chicos sostienen el envite y su baile se transforma en una carrera cada vez más vigorosa, cada vez más guerrera, una verdadera estampida. “Happy Epiphany”, gritan los niños a los contados extranjeros. Y he aquí que entre la suntuosidad del cortejo, el estrépito de la muchedumbre, las contorsiones de los bailarines, en medio de este batiburrillo de colores y ruidos, y de la gran explosión de esta alegría que tanta falta hace en este país mil veces herido por las guerras, el viajero se siente de repente arrastrado, sumergido, embriagado, sobrepasado frente a la enorme fuerza de África.
El hijo de la reina de Saba
El Arca de la Alianza, que según judíos y cristianos contiene las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos que Yahveh dictó a Moisés en el monte Sinaí, es el epicentro del culto de la Iglesia ortodoxa etíope. Estrechamente vinculada a este país, su historia está llena de misterios. Se cree que su primera ubicación permanente, tras muchas vicisitudes, fue el templo del rey Salomón en Jerusalén, en el siglo X antes de Cristo. Allí permaneció hasta que apareció un personaje de leyenda: la reina de Saba. Sus territorios se extendían a ambos lados del golfo de Adén, lo que explica que tanto etíopes como yemeníes reivindiquen hoy el haber albergado la capital de su reinado: mientras los primeros la sitúan en Aksum, los segundos la ubican en Maarib. Del también legendario encuentro entre el rey Salomón y la reina de Saba en Jerusalén nació un hijo: Menelik, que se iba a convertir posteriormente en el primer rey de Etiopía, donde se educó. Los habitantes de este país cuentan que, aprovechando un viaje a Jerusalén para visitar a su padre, Menelik se trajo consigo de vuelta, en secreto, la famosa Arca. Estuvo primero en un monasterio aislado del lago Tana, antes de acabar en un templo de Aksum, la iglesia de Santa María de Sión, donde sigue hasta hoy. Todas las iglesias etíopes tienen su copia del Arca, en este país donde las dos terceras partes de la población pertenecen a la Iglesia ortodoxa (dejó formalmente de llamarse copta cuando se independizó del Patriarca de Alejandría, en los años cincuenta del siglo pasado). A los etíopes les gusta recordar que su país es el único del África negra donde el cristianismo se extendió directamente desde Tierra Santa, sin ser traído por el colonialismo.
Misterios cavados en la roca
Los etíopes lo llaman con orgullo “la octava maravilla del mundo”. Y no cabe duda, efectivamente, de que el grupo de iglesias rupestres de Lalibela constituye la joya turística del país. Su construcción en el siglo XI por el rey Lalibela, que quería crear una nueva Jerusalén en este sitio de montañas áridas del norte de su país, sigue rodeada de misterios. ¿Cómo logró san Lalibela (los etíopes lo canonizaron) edificar en apenas 23 años estos 11 imponentes templos, con la ayuda de unos 6.000 esclavos? Aunque los etíopes aseguran que de noche eran los ángeles quienes tomaban el relevo de los trabajos, la pregunta sigue vigente. Como muchas otras: ¿con qué medios materiales, con qué conocimientos arquitectónicos contaban los constructores? ¿Dónde dejaron las toneladas de roca extraídas? Y, sobre todo, ¿por qué eligieron una técnica tan compleja? Y es que las iglesias de Lalibela (y eso es su gran peculiaridad) fueron excavadas directamente en la roca desde arriba hacia abajo, de manera que su techo quedó a la altura de la superficie del terreno. Como si utilizaran un gigantesco serrucho, los constructores de Lalibela cizallaron la roca, cortando unos grandes tajos (algunos tienen más de 15 metros de profundidad) para terminar esculpiendo con mimo el bloque central así liberado. El resultado es apabullante, y llevó a la Unesco a incluir el sitio en 1978 en la lista del patrimonio mundial.
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