El Alentejo, finura rural
Moura, Estremoz, Elvas, Monsaraz... Villas portuguesas que dialogan con el campo y han sabido preservar una elegante naturalidad
Más que España, a estas alturas Portugal es el diferente. Por lo menos de nosotros, sus vecinos de península, con nuestra resaca del letal cóctel del ladrillo y nuestra relación áspera y agresiva con nuestro patrimonio. Basta cruzar la frontera del Alentejo, camino de Lisboa por la A-5, y desaparecen por ensalmo los signos de corrupción urbanística y los pelotazos que perversamente se vendieron como progreso en tantos sitios de la España rural.
Si el paisaje de un país es el termómetro ético de su paisanaje, en el Alentejo marca los grados justos de la buena salud. Al otro lado de la frontera extremeña el clima físico se mantiene y se templa al acercarnos al mar. El otro, el moral, nos habla de comunidades que simplemente no compraron la idea-trampa de que se prospera destruyendo. Encontramos villas prósperas, bien abastecidas de servicios sociales, cooperativas y combativas desde siempre, bien comunicadas dentro de lo razonable (nada de radiales absurdas ni autopistas desiertas), a las que envidiamos sus faltas: de bloques estridentes y grúas oxidadas, de ensanches chapuceros, de rotondas inútiles y pretenciosas. El ojo español tarda en acostumbrarse a lo que no debería ser novedad: al paso fluido entre lo rural, lo agrícola y lo urbano, a que desde las plazas mayores se entrevean olivares y sembrados sin sembrar de cascotes, a que las calles conserven su arquitectura tradicional sin perder su personalidad cotidiana ni convertirse en parques temáticos.
Porque la verdad es que hasta hace poco se podía parafrasear a Cela y decir que también el Alentejo era un hermoso país al que a la gente no le daba la gana de ir. Las playas del Algarve, más protegidas, hacían sombra a una costa alentejana que luce casi intacta. Y al interior, tan lleno de historia y de pueblos de una elegancia noble y sencilla..., pues eso, por alguna razón a nadie le daba la gana de ir.
Eso está cambiando, y el Alentejo, todavía agrícola e industrioso, se orienta al turismo con sensatez para compensar el riesgo de envejecimiento y éxodo: ocupa un tercio del país, pero sólo el 7% de su población vive aquí. Recuerdo que una vez pedí consejos y direcciones para recorrerlo a un ilustre e ilustrado amigo portugués, Francisco Guimaraes, y me dio sólo uno: “Baja del coche siempre que puedas y conduce hasta que te pierdas”. El Alentejo es de las pocas regiones de Europa donde se acierta practicando a ciegas un truco tan simple. Y estas son algunas de las cosas que uno, después de perderse bien, puede encontrarse:
01 “Depois de vos, nós”
La historia del Alentejo está muy atada a la de los duques de Braganza, que reinaron en Portugal a partir del siglo XVII y tenían su solar en Vila Viçosa. Lucían una divisa antipática: “Depois de vos, nós”. No queda claro si el vos iba por el rey o por Dios, directamente. Y como nós quiere también decir nudos, los eligieron como símbolo y sembraron el Alentejo de arquitecturas parlantes, extrañamente modernas, adornadas con ese motivo. En el bonito pueblo amurallado de Évoramonte los lazos rodean el castillo macizo, que parece un gigantesco regalo de Navidad bien empaquetado. En Évora sostienen precariamente el portal barroco de la iglesia do Carmo. Y en Vila Viçosa está la espléndida puerta renacentista de los Nudos, labrados en mármol para amarrar los pedazos de entablamento descoyuntados. La ciudad entera merece un paseo tranquilo. Del melancólico y algo fantasmagórico palacio ducal, que fue sitio real y del que partió en 1908 Carlos I camino de su asesinato en Lisboa, se ven los huertos de limoneros y naranjos y se llega al castillo. Al pie está el busto de la poeta Florbela Espanca, feminista antes de tiempo, atormentada y suicida, una especie de Emily Dickinson o Rosalía portuguesa. “Alma soñadora / Hermana gemela de la mía”, la llamó Pessoa en su elegía famosa. Nació aquí y recuerda —por si no fuera evidente en el ambiente de sus calles casi italianas— el pasado ilustrado y culto de la ciudad.
02 Moras de la morería
Al sur del Alentejo, el caserío blanquísimo y uniforme de las villas de Moura y Mértola nos recuerda que los árabes también pasaron siglos instalados en Portugal. Mértola se asoma al Guadiana, bronco y agreste por estos pagos: queda cerca el Salto del Lobo, donde el río se despeña entre rocas afiladas e impresionantes. La villa conserva una soberbia iglesia Matriz, que es la única en Portugal donde se reconocen aún perfectamente las trazas de la mezquita que la precedió: detrás del altar mayor y del bosque de columnas se esconde el mihrab desde donde el imán dirigía los rezos. Moura, por su parte, es mora hasta en el nombre. Tiene su castillo medieval, leyendas de princesas árabes embrujadas, una morería de callejas estrechas e inmaculadas y muchas fuentes termales abriéndose a los jardines decimonónicos, de un encanto anticuado y apacible que los lusófilos reconocerán como indefiniblemente portugués.
03 Las ciudades de mármol
Ya se sabe que Portugal es el primer productor mundial de corcho; y si no, se adivina en cuanto se cruza la frontera y empiezan las majestuosas dehesas como parques sin verjas, pobladas de alcornoques en carne viva repetidos hasta el infinito. Para enterarse de que es el segundo exportador mundial de mármol basta parar en Estremoz, la deslumbrante capital del mármol del Alentejo desde tiempos de los romanos. Las aceras, los adoquines, los dinteles, las fuentes, hasta las esquinas de las casas más humildes se han construido por aquí en un mármol purísimo que uno se espera sólo en fachadas de catedrales o columnatas de templos. Ese lujo popular de algo que en otros sitios es precioso y caro vuelve instantáneamente simpáticas a Estremoz, con la impresionante Torre de los Tres Reyes, y a Borba y su deslumbrante Fonte das Bicas, que no desmerecería en cualquier plaza de Roma. Está cuajada de nidos de golondrinas, pero lo que ya no se encuentra en el pueblo es el cartel que vio Saramago cuando pasó por allá mientras tomaba las notas de su Viaje a Portugal: “Prohibido destruir los nidos. Multa de cien escudos”. Le pareció notable que por fin una tribu del pueblo alado tuviese la ley a su favor, y desde luego piensa uno que a veces las prioridades de los alcaldes dicen mucho del carácter de las naciones.
04 Las fortalezas de la raya
Las fortificaciones a la francesa de Elvas, perfectamente conservadas, son patrimonio mundial. Y más al sur queda Monsaraz, otro pueblecito amurallado a tiro de piedra de España. Las ruinas impresionantes de la fortaleza de Juromenha calcan en pequeño las trazas de Elvas y se asoman a la frontera del Guadiana. En 1801 jugó su papel en la Guerra de las Naranjas, un agarrón (hasta el nombre fue poco serio) entre vecinos que duró quince días y perdió Portugal elegantemente, casi por no discutir. La culpa fue del trepa de Godoy, que quiso hacer méritos y mandó a la reina ramas de naranjos portugueses como trofeo. Para pararle los pies y tenerlo contento, Napoleón prometió coronarlo rey del Algarve: un reino bananero (o naranjero) que por suerte para todos quedó en nada. Al final el resultado más visible de la escaramuza fue que Olivenza, irredenta, se mantuvo ya hasta hoy del lado español de la raya.
05 Évora de puertas adentro
El patrimonio impecablemente conservado de su inmenso centro histórico hace de la ciudad de Évora la capital oficiosa e indiscutible del Alentejo. Casi parece que todos sus caminos acaban confluyendo en su amplia y aireada plaza del Giraldo. Desde luego lo hacen todas las calles blancas de la ciudad vieja. Su carácter agrícola no le quita, ni mucho menos, una tradición culta y sofisticada desde la Edad Media. Hay testigos muy visibles, como los colosos manieristas que dejan colgar las piernas sentados sobre la fachada de la extraña iglesia da Graça, o los restos delicados del mejor manuelino en la que fue Galería de Damas de su Palacio Real. Menos a la vista están los frescos de la casa de Vasco da Gama, con su bestiario fascinante en el que conviven centauras, basiliscos y animales de América recién descubiertos. Y merece la pena colarse en el edificio de la Universidad y fisgar entre clase y clase los frisos barrocos de azulejos con alegorías de la gramática, la geometría y hasta los géneros literarios que decoran cada aula, intactos desde el XVIII.
06 El plátano de Portalegre
En una de las muchas plazas do Rossío que hay en Portugal, la de Portalegre, presume de ser el plátano más grande de la Península. Para eso nos faltan datos, pero sí se sabe que se plantó en el XIX y que de lejos parece él solo todo un bosque y abriga tribus enteras de pájaros todas las tardes: cada rama cuidadosamente apuntalada vale por un árbol entero y nos habla de un país que —¿contagio de su proverbial anglofilia?— mima y cuida sus parques y sus bosques. Portalegre misma merece la pena, con su arquitectura barroca, su ritmo provinciano y sus calles bien cuidadas. Es un buen campamento base para lanzarse por las carreteritas endiabladas de la sierra de São Mamede, ya en la frontera con España. Esconde pueblos de irás-y-no-volverás como Marvão, a punto de despeñarse de la cima a la que se agarra con uñas y dientes y con vistas impresionantes sobre la raya con España. Castelo de Vide queda muy cerca, es menos turístico y no sabe uno por qué: la judería de puertas góticas y manuelinas, la plaza Mayor barroca y la delicada fuente-lavadero merecen la parada.
07 El amor de la monja
Beja es la capital del sur del Alentejo, y su mayor sello de fama es el convento de la Concepción. Tiene un abolengo ilustre desde el siglo XV, un museo excelente, azulejos que llaman la atención incluso en Portugal (y ya es decir). Pero sobre todo tuvo de priora en el siglo XVII a Sôror Mariana Alcoforado, a quien la leyenda atribuye las inflamadas Cartas de la monja portuguesa: cinco cartas de amor desesperado al oficial del Ejército francés que la dejó para vestir santos y que prendieron el morbo en Francia y media Europa a partir de 1669. Fueron un poco las Cincuenta sombras de Grey de la época, e influyeron en Las amistades peligrosas y en Stendhal. Ahora se sabe que el verdadero autor fue el secretario de Luis XIV, pero uno prefiere fingir que no oyó nada, recorrer el claustro y agarrar las rejas del locutorio convencido de que por aquí paseó la monja muerta de pasión desengañada.
08 Las ciudades de la llanura
En el corazón del Alentejo profundo se esconden joyas: Alvito ha convertido en cómoda pousada su palacio medieval, acastelado y con una mezcla sofisticada y extraña de manuelino y mudéjar que se repite en muchas de las puertas nobles del pueblo y en la espléndida iglesia Matriz, con aires de catedral achaparrada, llena de torretas y pináculos totalmente inútiles pero en absoluto superfluos: uno admira el tino de quienes supieron construir con tanta fantasía y gusto. Y vuelve a encontrarlo en Viana do Alentejo, con su iglesia manuelina atrincherada tras las torretas casi infantiles del castillo en pleno centro del pueblo: a ojos españoles todo resulta a la vez familiar y extraño, como si unos arquitectos algo locos le hubieran dado alegría a las severidades de la arquitectura ibérica y mesetaria. A las afueras queda el santuario de Aires, de un barroco en blanco y albero que parece ya directamente tirolés. Dentro conserva pasillos y pasillos cubiertos de exvotos: retratos, fotografías, manos y pies de cera que forman un retrato colectivo de generaciones de alentejanos, casi abrumador en su humanidad doliente.
09 Alcáçovas
Hoy es un pueblo blanco más del Alentejo, con una excelente iglesia y las ruinas del jardín renacentista del palacio de los Henriques, que conserva grutas y templetes adornados de rocalla y conchas de mar. Pero resulta que en Alcáçovas se firmó en 1479 un acuerdo que cambió la historia del mundo y que quizá suene a quienes han sido adictos a las aventuras televisadas de Isabel la Católica. El Tratado de Alcáçovas confirmaba a Portugal y España como las dos grandes potencias marítimas de la época, repartía las Canarias, Madeira, Marruecos, las Azores y Cabo Verde entre unos y otros y abría así el camino a las exploraciones de ambos, de América a la India. También, de propina, desposeía a la Beltraneja de sus derechos al trono de Castilla y aseguraba el matrimonio de los herederos de ambos reinos. Sitios exóticos y nombres medio olvidados desde primero de BUP, que cuesta relacionar con este pueblecito soñoliento donde uno juraría que nunca pasó nada.
10 La costa alentejana
No hace tanto, hasta los propios portugueses se olvidaban de que el Alentejo también tiene playas. Pues las tiene, y muchas y muy variadas, en el largo tramo del Parque Natural do Sudoeste Alentejano e Costa Vicentina. Seguramente, en realidad, sea el tramo costero mejor conservado de la Península. Abiertas de par en par al Atlántico, en invierno se prestan a poco más que un paseo bien abrigado, pero merece la pena asomarse a las cien calas rocosas de la Costa Vicentina, ya lindando con el Algarve, y elegir ya el kilómetro de arenal perfecto para el próximo verano entre Sines y Comporta, donde las dunas, las lagoas costeras, los estuarios y los arrozales se suceden hasta perderse de vista, y los portugueses (y extranjeros) mejor informados eligen veranear en plena paz y a pie de arena.
Javier Montes es autor de la novela La vida de hotel (Anagrama).
Guía
Cómo llegar
Información
Alsa (www.alsa.es) enlaza con Évora, capital del Alentejo, desde Madrid, por ejemplo, por 66 euros ida y vuelta.
De Lisboa a Évora se puede ir en tren (www.cp.pt) por unos 12 euros el trayecto.
Oficina de Turismo de Portugal (www.visitportugal.com).
Agencia de promoción turística del Alentejo (www.visitalentejo.pt).
Otras páginas de información turística:
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