En el nido de águila
Ares del Maestrat, un pueblo castellonense suspendido en las alturas
La Comunidad Valenciana tiene acusados contrastes morfológicos. Aunque su oferta de sol y playa atrae cada año a millones de turistas, el interior, acusadamente montañoso, ofrece un panorama cautivador de pequeñas localidades suspendidas en la altura como nidos de águila paradójicamente acogedores. De entre todos esos enclaves, Ares del Maestrat (o del Maestre, en castellano) es, probablemente, uno de los más singulares.
Se trata de un municipio del interior de la provincia de Castellón, situado a 146 kilómetros de la ciudad de Valencia y 126 de la de Teruel. Su característica morfología, con sus casas en forma de atalaya, bajo las ruinas del castillo, precipitándose sobre un inmenso valle vertiginoso para la mirada, se debe a su posición en las estribaciones del Sistema Ibérico. Este es un paisaje de muelas, esto es, mesetas horizontales completamente aisladas, formadas por rocas calizas recortadas por la erosión. La altitud de su término municipal varía entre los 700 y los 1.300 metros y sus temperaturas pueden oscilar desde los -10 grados en invierno a los 30 del verano (clima mediterráneo de montaña).
El lugar está poblado desde la prehistoria, lo cual explica la existencia de vestigios de arte rupestre levantino, sobre todo localizados en la llamada Cueva Remigia. A esta cueva se accede antes de llegar a Ares, en la carretera que viene de Castellón, a través de la Masía Montalbana. Allí nos proporcionan un guía –Eugenio- para subir hasta las pinturas. Precisamente no lejos de este lugar se levanta, en el término de Tírig, el Museo de la Valltorta, centro de conservación del arte rupestre levantino (declarado patrimonio mundial en 1998).
Sin abandonar este vial que sube hacia el pueblo, podemos echar un vistazo al Barranc dels Horts. Se trata de una microreserva de flora única en la península ibérica, con una colección fastuosa de robles monumentales y centenarios (Quercus faginea) que pueden colmar las ansias de autenticidad del visitante más exigente.
Ya vamos entendiendo, pues, que Ares –todo su término- esconde tesoros muy variados. De hecho, hay otro barranco en las inmediaciones, el Barranc dels Molins, donde pueden contemplarse cinco molinos de agua de los siglos XVII y XVIII. Se trata de un vestigio de la época preindustrial, dónde admirar un sistema de conducciones único en los anales de la ingeniería hidráulica.
Por fin, de una manera u otra, llegamos al pueblo. Si se llama del Maestre es precisamente porque, desde 1234 -a la mañana siguiente, como quien dice, de la conquista de Jaime I- el enclave pertenece primero a la Orden del Temple y, después de disuelta esta, a su sucesora la Orden de Montesa. De ese pasado esplendoroso queda un puñado de piedras prodigiosas: los restos del castillo templario, asentado sobre la muela que preside el pueblo, la antigua lonja edificada según el estilo del gótico civil (en su sala capitular se reunían los templarios pero ahora, más prosaicamente, acoge los oficios burocráticos del ayuntamiento) o la cárcel, que es del siglo XIII. Pero en Ares, cuya población apenas supera los doscientos habitantes censados, la monumentalidad más hirsuta está constituida por ese rebaño de casas que desafían al vacío, suspendidas desde las ásperas callejuelas, como cabras montesas en una contorsión imposible. La cabra es precisamente un emblema de la rica fauna de la zona, que incluye una zona de especial protección para las aves, adaptada a un entorno a veces hostil para el hombre pero plácido para cierta clase de animales y plantas.
Ares se erige en la frontera entre dos comarcas castellonenses de acusada personalidad, el Maestrat y Els Ports. No lejos de aquí podemos visitar localidades turísticamente tan contrastadas como Morella, a menos de media hora en coche; Vilafranca, con su gran patrimonio de arquitectura de piedra en seco y un museo alusivo, a menos de quince minutos, o Benassal, cuyo balneario Fuente en Segures viene proporcionando un agua muy conocida por su valor medicinal, firmemente apreciada por una vasta multitud de riñones agradecidos.
Pero todavía no hemos agotado los valores de esta pequeña aldea. El lugar cuenta con tres museos de delicada personalidad: La Nevera dels Regatxols, un depósito de nieve del siglo XVII, restaurado en el año 2005; La Cova del Castell, excavada en la roca y donde se puede realizar un viaje por las diferentes culturas que han habitado Ares, y El Molí del Sòl de la Costa, con toda la maquinaria restaurada y una completa exposición de elementos etnológicos.
Al final –es muy normal- con tanta visita nos han entrado ganas de encontrar un lugar donde comer y pasar la noche. El pueblo cuenta con un hotel donde se puede degustar la cocina tradicional: la suculenta tradición gastronómica comarcal de sopas densas y carnes recias, pensada para sobrellevar un invierno riguroso, pero quizá el viajero preferirá alguna de las numerosas casas y apartamentos rurales que hay en la zona. En la Casa Virginia, por ejemplo, situada en la calle Eres y recientemente abierta al público, se puede tener la experiencia de contar con todas las comodidades modernas mientras nos despertamos por la mañana asomados al mismo paisaje que debieron admirar los señores templarios a través de la fría visera de sus yelmos.
Se abandona Ares, entonces, con la sensación de haber asistido, en un único lugar, al espectáculo fascinante de la naturaleza desencadenada y a las múltiples posibilidades creativas de civilizaciones que son ya solamente nebulosos paisajes de la memoria.
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