Por el camino de las sardineras
La soleada cuesta del Cholo, en Gijón, conduce hasta el cerro de Santa Catalina, privilegiado mirador al Cantábrico
Todas las ciudades cuentan con rincones y costumbres especiales, pequeñas cosas llenas de significado para quienes las habitan. Sentir el frescor del Cantábrico en el Cerro de Santa Catalina y hacerse un hueco en la soleada Cuesta del Cholo para escanciar unos culinos de sidra son dos de las aguardan al visitante en Gijón.
Situada al término de la calle Claudio Alvargonzález, la Cuesta del Cholo es una travesía empinada que conduce al Cerro de Santa Catalina, una suerte de paso fronterizo entre el puerto deportivo y el barrio marinero de Cimadevilla. Cuando sopla el viento nordeste que despeja las nubes, los gijoneses se apiñan en su zigzagueante calzada entre botellas de sidra y bolsas de pipas. Uno puede intuir la historia de la ciudad mirando al mar y empaparse de su carácter en este ágora popular donde los gijoneses apuran los rayos de sol y socializan. Desde aquí se contempla la antigua dársena de La Barquera, origen del puerto pesquero y mercantil de Gijón hasta su reconversión a la náutica deportiva en 1987.
En el puerto sobreviven antiguas edificaciones como la rula, que hoy alberga un restaurante, o la fábrica de hielo, convertida en sala de exposiciones. La desaparición de la rula del viejo muelle supuso el fin de las sardineras, mujeres del Barrio Alto que con el pescado cargado en cestos sobre la cabeza subían por la Cuesta del Cholo al grito de “¡hay sardines!”. El papel desempeñado por estas mujeres fue plasmado por el escultor asturiano Sebastián Miranda en la obra Retablo del Mar, expuesta en el Museo Casa Natal de Jovellanos, en este mismo barrio. De aquellas tradiciones marineras permanecen en la Cuesta los chigres de toda la vida, como Las Ballenas, El Mercante o El Planeta.
Para subir al Cerro nos dirigiremos a la vertiente izquierda de la cuesta, llamado Tránsito de las ballenas porque por él eran arrastrados los cetáceos para su despiece. El Cerro de Santa Catalina es un promontorio rocoso convertido actualmente en parque, y uno de los lugares favoritos de los gijoneses para pasear, tenderse al sol o simplemente desconectar. Un balcón natural sobre el Cantábrico, flanqueado al Este por la playa de San Lorenzo y la Universidad Laboral y, al Oeste, por las grúas de los astilleros y el cabo Torres.
Los formidables acantilados del cerro custodiaron durante siglos la costa gijonesa del asedio de corsarios y barcos enemigos y, hasta los años 80, estos verdes terrenos fueron utilizados como campo de maniobras militares cuyo acceso estaba restringido. De este pasado defensivo se conservan todavía elementos como el complejo artillero del siglo XVII, conocido como el Fuerte Viejo, así como los búnkeres soterrados a lo largo del paseo. Junto a los restos de la antigua fortificación ahora hay una concurrida pista de skate, mientras que parte de los cañones han sido reciclados en norays y trasladados a la bocana del puerto deportivo. Al sur del fuerte nos encontramos con la escultura Nordeste, de Joaquín Vaquero Turcios. Realizada en acero cortén para resistir el embate de los elementos, va mudando de aspecto con el transcurso del tiempo.
Otra obra de arte nos conducirá hasta el punto más emblemático del cerro, allí donde los atalayeros encendían hogueras para alertar a los arponeros de la llegada de ballenas y antiguo emplazamiento de la capilla de Santa Catalina, patrona del gremio de mareantes. En este enclave Eduardo Chillida instaló en 1999 su Elogio del Horizonte, convertido hoy en símbolo de la ciudad. Sus 10 metros de altura y 500 toneladas de peso se elevan sobre el acantilado como una inmensa caracola bajo cuyo abrazo de hormigón se escucha el rumor de las olas. Un mágico lugar donde se funden el viento, el mar y el cielo.
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