Cena a oscuras en Berlín
En el Unsicht-Bar el cliente solo sabe cuál es de verdad el menú al final de la comida
“Buenas noches, soy Markus, hoy seré su camarero durante toda la velada. Apaguen los teléfonos, dejen en el guardarropa cualquier aparato que emita luz y síganme apoyando sus manos en mis hombros”. Así empieza la cena en uno de los restaurantes más originales de la noche berlinesa: el Unsicht-Bar. Lo que viene después es totalmente imprevisto, ya que el servicio y la degustación se llevan a cabo en la más completa oscuridad.
La falta de luz es, por supuesto, el plato más fuerte y llamativo de este local (en alemán unsichtbar significa invisible), pero también la comida. Después de ser recibidos por el personal y antes de pasar al comedor, los clientes eligen menú en el bar. La única guía en la carta es una descripción más bien figurada. Así, se puede elegir un menú con pescado cuyo plato principal contiene “un noble que nada en una cama dorada, con huéspedes de todo el mundo, que se emborrachan con vino fino” o uno de ternera con “un delicado aristócrata que se une al mundo del hampa francés en un mar rojo de sensualidad”. Y así hasta cinco menús: otro con carne de ave, uno vegetariano y el atractivo 'menú sorpresa'. El precio varía entre los 40 y los 60 euros por persona. Para evitar disgustos, este es el momento de avisar de posibles alergias o intolerancias.
Entramos conducidos por los camareros de la sala principal, que son en su totalidad ciegos o discapacitados visuales, y aquí viene el primer shock: tal y como nos avisaron, no se ve nada de nada. Por eso debemos relajarnos y dejarnos llevar. Lo mejor para ello es cerrar los ojos. “Hay gente que simplemente no lo aguanta y se da la vuelta o que se pasa la velada forzando la vista”, apunta una de las responsables. Los camareros son nuestros ojos: ellos nos aconsejan cómo debemos comportarnos (sentarnos hacia atrás cuando vengan a servirnos, poner un objeto en el centro como orientación, colocar el vaso a las 13:10 para no derramar su contenido, etcétera) y nos avisan de que bajo ningún concepto debemos levantarnos sin llamarlos.
Los socios del local lo fundaron inicialmente como un proyecto social para darle trabajo a personas que en mundo de la restauración no tendrían ninguna oportunidad debido a su discapacidad. Y la teoría que manejan es que el sentido de la vista está sobrevalorado y que, por culpa de la cantidad ingente de input visual que recibimos a lo largo del día, se prescinde a menudo del resto de los sentidos para relacionarnos con el mundo. Su idea parece haber cuajado, a juzgar por el éxito que tiene entre el público berlinés y los turistas de la ciudad. Aquí se pone en práctica la filosofía que nos cuentan al principio: una vez a la mesa, debemos empezar a buscar los cubiertos y la comida con el tacto, nos relacionaremos con el camarero y nuestros acompañantes solo por la voz y el oído y, por supuesto, el olfato y el gusto se convertirán en los verdaderos protagonistas.
La cena suele durar unas dos horas y solo después, cuando el cliente vuelve a ser conducido al bar, se le dice qué ha comido, lo que provoca reacciones inesperadas: quizás alguien descubre que le ha gustado algo que nunca hubiera comido o se sorprende al conocer el ingrediente principal de un plato que nunca hubiera adivinado.
La sala principal, que puede albergar a unos 150 comensales, es un verdadero secreto. Nadie, excepto los trabajadores videntes, conoce su apariencia a la luz del día. Nadie lo ha filmado, no existen cámaras de seguridad y ni la prensa ni los amigos pueden vistarlo si no es en la oscuridad. El restaurante usa ese secretismo y profesionalidad porque confía en el boca a boca. No es necesario airear cómo se realiza el menú ni qué ocurre más allá de la puerta en forma de laberinto que sirve de entrada. Ese es también su atractivo: no solo prescindir de la vista una vez traspasado el umbral y dejarnos llevar por el resto de los sentidos, sino empezar a hacerlo también fuera.
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