Tesoros inadvertidos de París
Obras maestras en los museos más desconocidos de la ciudad: las iglesias
Las iglesias de la capital gala conservan obras de maestros como Tintoretto, Delacroix o Zurbarán. Una opción para evitar las colas y aglomeraciones de los grandes centros de arte.
La cara de desconcierto de los visitantes al Museo del Louvre resumía bien el estado de cosas cuando, el pasado miércoles 10 de abril, los encargados de seguridad cerraron súbitamente las puertas del centro de arte. Los guardias protestaban por la falta de condiciones para controlar el incremento en los robos. Las aglomeraciones, las colas interminables, la proliferación de carteristas y la saturación en las salas han convertido el recorrido por algunos de los grandes museos del mundo en algo parecido a una travesía homérica.
Sostiene el octogenario historiador del arte marsellés Marc Fumaroli que las iglesias de París son los museos más desconocidos de la capital. La arquitectura de los templos, las naves, las esculturas, las capillas, los vitrales y las pinturas que albergan son auténticos descubrimientos que aguardan en sigilo. Es probable que cualquier gran pinacoteca los acogería con orgullo. Los martes, día de cierre para los museos nacionales en Francia, son además una alternativa para aquel que busque un refugio para la contemplación.
¿Por dónde empezar?
Un ateo en San Sulpicio
La iglesia de San Sulpicio (2 rue Palatine, distrito VI) tiene dos grandes frescos de Delacroix que adornan la primera capilla, nada más entrar a la derecha, llamada de los santos ángeles. Se trata de Jacob luchando con el ángel y Heliodoro expulsado del templo. Las dos últimas obras religiosas de un artista de temperamento nervioso y poco dado a las cuestiones de la fe. En las dos fluye la fuerza descomunal del movimiento y de los colores, señas que recorren la obra del pintor, que formaba parte de esa cuadrilla de artistas románticos entre los que se contaban Stendhal, Baudelaire y Chopin.
Son dos escenas vitales, de 7,58 por 4,75 metros cada una, donde sobrecoge por igual la batalla cuerpo a cuerpo entre dos personajes bajo la inmensidad de un bosque o la entrada tempestuosa de un jinete que viene al rescate de un templo. Hubo algún prelado de la época que consideró que las obras eran violentas y que no invitaban a “la paz, la quietud o el recogimiento”.
Delacroix (1798-1863) empleó seis años en terminar las obras en San Sulpicio. Le restaban dos años más de vida y el encargo supuso también una lucha contra la debilidad y el agotamiento. En todo caso, y tras algunos retrasos debidos a los altos niveles de humedad en los muros, la inauguración se celebró el 31 de julio de 1861. En cartas y documentos se recoge el interés que el pintor sentía por la asistencia de algunos invitados, entre ellos críticos, artistas o funcionarios de la administración. Delacroix no menciona a ningún clérigo.
La escuela veneciana
La iglesia de San Francisco Javier (12 place du Président Mithouard, distrito VII) está situada a escasos pasos del metro de Saint-François-Xavier (línea 13). Cerca del Museo Rodin y de Los Inválidos. El templo abre sus puertas todos los días, pero la sacristía de los matrimonios, donde se encuentra una de las representaciones de La última cena, de Tintoretto (1518-1594), solo se puede visitar solicitándolo previamente. Un añadido con cierto misticismo.
Jacopo Comin fue alumno de Tiziano, nació en Venecia y fue mejor conocido como Tintoretto. Pintó esta versión de la última cena en 1559 para la Escuela del Santísimo Sacramento de la iglesia de San Felice, en Venecia. El lienzo va después de un lugar a otro, en un recorrido que incluye la colección privada de María Carolina, duquesa de Berry. Se sabe también que a finales del XIX la tela fue donada por la baronesa de Teil a la iglesia parisiense.
Anota el historiador del arte Bertrand Dumas que las representaciones de la última cena suelen captar o bien el momento del anuncio de la traición, o la institución de la eucaristía. La obra de Tintoretto congela la escena en el momento de la primera. Judas aparece de espaldas al espectador, sujeta con tensión la bolsa con las 30 piezas que ha costado su engaño. Las manos y los gestos se multiplican. Un perro husmea algo que parece un hueso a los pies de la mesa.
Jesús anuncia la deslealtad: “En verdad os digo: Uno de vosotros me traicionará”. Su mano izquierda reposa sobre la espalda de Juan, que parece quedarse dormido sobre la mesa. Los dos personajes que están de pie, a ambos lados de la escena, son los administradores de la hermandad que encargó el cuadro. Un tercero fue borrado en 1560 cuando la institución cambió de responsables.
Zurbarán en la rue Mouffetard
Los puestos llenos de frutas, las cervecerías, alguna librería y las panaderías de la rue Mouffetard, en el distrito V, van guiando hasta la iglesia de San Medardo.
Cuenta la historia que en ese mismo lugar ha existido algún edificio religioso desde el siglo IX; que ha sido destruido, reconstruido o modificado en varias oportunidades; y que por allí pasaba una vía romana que conectaba a la antigua Lutecia con Lyon. Durante años fue también bastión jansenista, escisión del catolicismo que hizo contrapeso a la Iglesia con sus postulados y que tuvo especial auge en Francia durante los siglos XVII Y XVIII.
La capilla de San Luis, primera a la derecha, conserva El paseo de San José y el Niño Jesús, de Zurbarán (1598-1664). La obra fue ejecutada hacia 1636 para el altar del convento de la Merced Calzada de Sevilla. En ella se ve a padre e hijo, que van de la mano hacia Jerusalén para celebrar la pascua. Los dos peregrinos marchan bastón en mano. La iconografía de San José fue renovada por el pintor extremeño, siguiendo las recomendaciones del Concilio de Trento. La imagen del anciano da paso a un padre joven y valeroso.
El lienzo fue descolgado de su lugar en el convento sevillano a mediados de 1780. Al parecer fue desplazado a las reservas del claustro, de donde no volvería a salir hasta 1835, cuando hubo una liquidación de bienes. En 1843 se registra entre la colección del millonario banquero y mecenas Alejandro María Aguado, de donde lo compra la parroquia de San Medardo.
El paisajismo se abre paso
Delacroix admiraba a su contemporáneo Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875). Un paisajista que refrescó las técnicas para la pintura al aire libre, y que se valió de los inventos que trajo la revolución industrial: los tubos de pintura abarataron y aligeraron el trasteo de los enseres de pintura al campo.
Su obra El bautizo de Cristo impone de entrada por sus casi cuatro metros de altura. El cuadro ornamenta la capilla de las fuentes bautismales de la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet (23 rue des Bernardins, en el distrito V). Delacroix escribió en sus diarios, tras visitar el estudio de Corot en marzo de 1847: “Sus árboles son soberbios”. El artista tardó dos años en dar punto final a la obra, en la que trabajó entre 1845 y 1847. Esta sería su primera y última pintura realizada por encargo oficial.
La vegetación, el agua, o el cielo que rodean a San Juan Bautista bautizando a Cristo son claves para entender la obra de un artista que, en palabras del historiador inglés de raíces austríacas Ernest Gombrich, se concentró “menos en los detalles que en la forma general y el tono de sus temas”.
En la misma iglesia está la obra no menos monumental titulada el Martirio de San Juan en la Puerta Latina, del francés Charles Le Brun (1619-1690). Terminada a los 23 años por un joven precoz, que años más tarde jugaría un papel central como pintor oficial de Luis XIV y al mando de las obras de decoración interior de Versalles, como director de la Academia Real de Arquitectura (1671).
Un maestro del color claro
La iglesia de Santo Tomás de Aquino (3 place Saint Thomas d'Aquin, distrito VII) es de esos tesoros que pasan de soslayo ante el ajetreo diario de una ciudad como París. Parece depositada con dos dedos en la mitad de una plaza minúscula, a solo un salto del Boulevard Saint Germain (metro Rue du Bac).
Este templo atesora en una de sus cúpulas un fresco de François Lemoyne (1688-1737), pintor de Luis XV y un “maestro del color claro”, en palabras del historiador Bertrand Dumas. El tema y título de la cúpula de la capilla de San Luis es La Transfiguración. “Aún hoy en día” sostiene Dumas, “su pintura encarna la gracia y la elegancia de la primera fase del arte rococó”.
Lemoyne se suicidó seis meses después de terminar su obra maestra La apoteosis de Hércules en Versalles. Pensaba que ya había logrado el reconocimiento que merecía. Y se conjugaron la muerte de su esposa, la sobrecarga de trabajo y las tretas de Versalles. Como testimonio dejó una de las cúpulas pintadas más impresionantes de Europa, con 141 figuras mitológicas desperdigadas a lo largo y ancho 480 metros cuadrados de pintura.
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