Suenan los tambores 'yembes'
En abril se multiplican las danzas tradicionales en Bobo Dioulasso, al oeste de Burkina Faso
Un estruendo frenético de música de percusión hace vibrar el aire de una mañana, hasta ese momento tranquila, en Bobo Dioulasso, la segunda ciudad más importante de Burkina Faso. El ritmo nos arrastra hacia las entrañas del viejo barrio de Kibide, enfrente de la gran mezquita, construida con muros de adobe de los que emergen unos palos de punta como pelos mal afeitados, y a espaldas del mercado. Pronto, una abigarrada multitud engalanada de fiesta, sobre todo las mujeres y los niños, obstaculiza el paso. Se ha formado un gran corro en torno a una pequeña plaza, presidida por un nutrido grupo de ancianos sentados a la sombra de un rudimentario porche de estacas con tejadillo de chapa, cuyo centro está ocupado por una serie de danzantes vestidos con unos imponentes trajes multicolores hechos a base de fibras tintadas de corteza de árbol superpuestas que, al dejar a la vista solo pies y manos, les proporciona una apariencia fantasmagórica. Llevan las cabezas cubiertas con unas no menos espectaculares máscaras de madera policromada, estrechas como tiaras, algunas de más de un metro de altura, simulando cabezas de animales, pájaros o seres fabulosos. Estas máscaras las hacen rotar sobre sus rostros una y otra vez, procurando en todo momento que no se vea un ápice de piel, al tiempo que, ya sea en solitario ya en grupo, giran vertiginosamente, se contorsionan, se agachan, saltan o dan volteretas en el aire levantando a su paso nubes de polvo.
El público vitorea la habilidad de los bailarines y alza los puños al cielo ante las cabriolas y acrobacias más complicadas en señal de reconocimiento. La valoración última siempre corre a cargo de los ancianos ante quienes concluyen todas las actuaciones, algunas de forma abrupta, cuando pequeños grupos de personas encargadas de ello intervienen para evitar que aquellos bailarines exhaustos por el intenso calor y arrebatados por el ritmo histérico de la música, al borde del trance, den con sus huesos en el suelo.
En esta ocasión especial, en la que se celebra el funeral de un influyente griot —una de esas personas dedicadas a la transmisión oral de la cultura y música africanas—, solo los iniciados pueden interferir en el ritual de la danza, mientras que el resto de los presentes, aunque siguen el ritmo de la música con su cuerpo, no se mueven de su sitio. Algo muy diferente de lo que ocurre en los bailes populares de máscaras y danzas tradicionales que se celebran todos los años en el mes de abril durante la Semana Nacional de la Cultura.
Pero en Bobo, la música no se limita a las conmemoraciones especiales o a los festejos oficiales; forma parte del alma de la ciudad, es una de sus señas de identidad (como ocurre, por ejemplo, en Bamako, en Malí). Basta con pasear tranquilamente por las callejas de Kibide para percatarse de ello. La gente se balancea al caminar como si estuviera componiendo una canción con sus pasos, hay muchas tiendas con instrumentos musicales de percusión a la venta y hasta los muros de adobe de las casas de una planta parecen inclinarse hacia fuera para poder escuchar las melodías que flotan en el aire. A cualquier hora del día se puede oír un concierto espontáneo en el que se acompasan las dulces y armoniosas notas de los balafones, esos instrumentos de madera, anchos como pianos, cuyos teclados descansan sobre calabazas huecas que hacen de amplificadores, con el sonido nervioso y contundente de los tambores yembes. Grupos improvisados de músicos se reúnen en los pequeños locales que se diseminan en las calles del barrio para tocar un rato o ensayar antes de actuar en alguno de los establecimientos especializados o restaurantes al aire libre del distrito de Balomakoté, al sur de la plaza de la Nación, donde hay música en vivo varias noches por semana y, por sistema, todos los viernes y sábados. Una pasión por la música que explica la existencia de un pequeño y bien cuidado museo de instrumentos musicales antiguos, entre los que hay auténticas joyas.
Turismo incipiente
No es de extrañar que el alma de Bobo se encuentre en Kibide. El viejo barrio, dividido en cuatro partes en las que conviven sin problemas aparentes musulmanes, animistas, griots y herreros, se mantiene al margen del cosmopolitismo de una ciudad en la que todavía son visibles las huellas de la época colonial en el trazado de sus avenidas arboladas o en edificios emblemáticos como el de la estación, y en los más recientes de una incipiente industria turística. Bobo es el punto de partida de los circuitos étnicos que permiten entrar en contacto con los grupos nativos de Burkina Faso de tradiciones más sorprendentes para la cultura occidental, como son los lobi, los gan o los senufo. Entre el influjo espiritual de la gran mezquita y la carga simbólica que representa la vieja casa de los ancestros de Bobo, o la sala de recepciones para los jefes animistas que visitan la ciudad, en la que también se juzga a los adúlteros, la vida del barrio parece regirse por normas propias.
Guía
Cómo ir
» Burkina Faso no tiene embajada en España; el visado hay que pedirlo a su representación en París.
» Bobo Dioulasso se encuentra a 380 kilómetros de Uagadugú, la capital de Burkina Faso.
» Air France (www.airfrance.es) y KLM (www.klm.es) vuelan a Uagadugú vía París, ida y vuelta desde Madrid, por 833 euros.
» Agencias como Bidon 5 (www.bidon5.es), Trekking y Aventura (www.trekkingyaventura.com) o Cultura Africana (www.culturafricana.com) ofrecen viajes combinados a Burkina Faso.
El tiempo se hace el remolón en este pequeño laberinto de estrechas calles de tierra apisonada, y la actividad, marcada por los artesanos y los artistas, se acompasa a la cadencia musical de balafones y yembes, el tintineo de los martillos de los herreros o el eco machacón y rítmico de las mujeres al majar los alimentos en el interior de los patios de puertas abiertas de las casas. Y, por supuesto, siempre hay un minuto disponible para tomarse una cerveza de mijo, ácida y templada, de la que se elabora con largueza todos los días en el mismo barrio, dispuesta para ser consumida a partir de las once de la mañana.
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