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Fuera de ruta

El temple de los clavadistas

Los jóvenes silban antes de lanzarse a 35 metros de altura en un acantilado de Acapulco

Pablo de Llano Neira
Clavadistas saltando en La Quebrada del Acapulco (México)
Clavadistas saltando en La Quebrada del Acapulco (México)Steven Vidler

"Sí da miedo, mi güero amigo, sí da miedo”. En México, a los saltadores que saben tirarse al agua desde un sitio alto les llaman clavadistas. En Acapulco se lanzan desde arriba del acantilado de La Quebrada. Este dice que da miedo, pero su “güero amigo”, su rubio amigo, el periodista que lo acompaña en la cima del barranco, cree que lo dice por decir, o que lo que el saltador, situado de pie a un paso del precipicio con el aplomo del que se toma un cortado en la barra de un bar, llama miedo es algo diferente de lo que ha sentido el periodista desde que llegó al lugar de lanzamiento de los clavadistas: solo con ver el borde desde un par de metros de distancia le temblaron de debilidad los tobillos y las rodillas, y pensó que si se acercaba lo suficiente para ver la caída libre a sus pies, el vértigo podría llegar a un extremo tan estúpido que la única respuesta sensata de una persona normal sería directamente arrojarse al vacío. Lo más cerca que el güero amigo del saltador llegó a estar del borde fue como medio metro, pero a esa distancia ya no pudo estar de pie, tuvo que tumbarse bocabajo y estirar la cabeza como una tortuga miedosa para entrever el principio del abismo más famoso de Acapulco.

Algunos clavadistas son criollos, blancos, y otros son indígenas y tienen un moreno rojizo que recuerda al tópico de los pieles rojas de las películas de vaqueros. Una minoría de los saltadores pasan de los treinta y ya no son atléticos, pero aún se tiran con suficiencia. Los demás son veinteañeros. Todos usan bañadores ajustados de natación. La Quebrada es una hendidura que hay en una zona de la costa y que deja pasar una lengua de mar corta entre dos desfiladeros de roca. Desde el agua, los clavadistas trepan al que está más alto por una pendiente que desde enfrente parece vertical, aunque ellos la suben como si fuera un paseo de jubilados, y arriba del todo, a 35 metros de altura, está el espacio desde el que se tiran, un saliente de roca que han aplanado con cemento y en el que charlan y se hacen bromas y estiran, y en el que en definitiva esperan sin angustias a que uno de los mayores dé la orden de empezar a saltar.

Turistas en bañador

Altar donde rezan los clavadistas antes de saltar, en La Quebrada de Acapulco (México).
Altar donde rezan los clavadistas antes de saltar, en La Quebrada de Acapulco (México).Gideon mendel

Detrás de ellos hay dos altares, y en cada uno hay una figura de la Virgen de Guadalupe que han besado y ante la que se han persignado con seriedad. Delante de ellos, en el desfiladero del otro lado de La Quebrada, que está mucho más bajo y ha sido acondicionado como un mirador, están los turistas con sus chanclas, con sus viseras o con sus sombreros para que no les coja el sol, con sus cámaras listas para atrapar el salto por el que han pagado 40 pesos mexicanos, un poco más de dos euros. Enfrente están los turistas con sus bañadores holgados.

El primero que se tiró desde La Quebrada fue en los años treinta del siglo pasado un niño que se llamaba Rogeberto Apac. Al parecer, quería impresionar a unas niñas. La historia local dice que Rogeberto Apac se rompió una clavícula al caer y que no se volvió a lanzar nunca. Los clavadistas estiman que cuando impactan con el agua van a una velocidad que varía entre los 70 y los 100 kilómetros por hora. Las lesiones más comunes al llevarse el golpe son las dislocaciones de hombro, las fracturas de antebrazo, la explosión de los tímpanos y la rotura de clavícula del niño pionero. El choque es tan potente que justo antes de cada función —hay por la mañana y por la tarde— ellos se ocupan de retirar cualquier cosa que esté flotando en la superficie, hasta el tallo de una hoja o el hueso de una almendra. Después está el problema de no pegarse contra el fondo del mar. Tienen calculado que cuando entra una ola en el hueco de La Quebrada el agua llega a tener cuatro metros de profundidad, y ahí es cuando se lanzan. A los que más les cuesta evitar el roce con el fondo es a los que entran de pie, como hace Giovanni Vargas, alias La Perrucha. Este saltador de 21 años explica que en el lecho hay unos pequeños escollos afilados a los que les llama “sacabocados” y que, según dice, son como arrecife. La Perrucha tiene varias cicatrices en los pies. Otra cosa que no le gusta es que en la temporada de corrientes frías aparecen unas medusas azules que pican mucho. El atlético Giovanni Vargas las llama “malaguas”.

Solos o acompañados

La señal de que los clavadistas se van a lanzar es que uno de los mayores pegue un par de palmadas fuertes. Entonces todos juntos (suelen ser media docena en cada función y se tiran unos solos y otros en pareja o en trío) levantan los brazos hacia los turistas que están del otro lado del abismo y los saludan y pegan silbidos. También se giran a la izquierda y saludan y le pegan silbidos a los comensales que desayunan en la terraza del hotel La Perla, un edifico blanco que está incrustado en el recodo de roca donde se termina la hendidura de La Quebrada y que parece la proa de un crucero que se haya empotrado contra la costa de Acapulco. Después del saludo, los turistas se callan y apuntan arriba con sus cámaras de foto o se ponen a rodar con sus videocámaras. Uno detrás de otro, o en las combinaciones de dos o tres, los saltadores se van lanzando: cada uno mueve los brazos a su manera plantado al borde del precipicio, soltando tensión, porque sí da miedo, mi güero amigo, sí da miedo, y se santiguan una vez más y ponen los dedos de los pies unos centímetros en el aire para agarrarse al canto de la roca y tomar más impulso cuando finalmente inclinen lento el cuerpo hacia delante, como un poste que se cae por su propio peso, flexionen las rodillas y, acompañados por la Virgen de Guadalupe, se echen a volar abriendo los brazos en cruz.

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