Cocina de vanguardia en Córdoba con acento gallego
En Blanco Enea un bocado sabe a la ciudad andaluza, el siguiente a Galicia y el próximo a Oriente
Las apariencias engañan en este restaurante de Córdoba. De una fachada blanca en el barrio de San Pedro, que reúne la esencia sobria y verdadera de la ciudad, quizá el comensal busque flamenquín y otros lugares comunes. Quien se asome a este hogar de paredes blancas, con detalles en azul dulce y en el que la enea trenzada por artesanos de Castro del Río —José Bueno y Carmen Jiménez, los últimos rejilleros andaluces— brota desde el cielo, reclamará buena cocina andaluza. Mucho de eso hay, sí, pero Blanco Enea (Plaza de San Pedro, 1; 0034 957 100 675) es otra cosa.
La Casa de Galicia en Córdoba comparte espacio, desde noviembre, con la casa de Blanco. Lo indica su nombre y lo confirma la cocina, capitaneada por José María González Blanco, que aprendió de Arzak y de Adrià y para quien la gastronomía supone un lenguaje. Al chef no le convence el término fusión, que considera "explotado", y elige a cambio otra palabra: libertad.
Por eso en Blanco Enea un bocado sabe a Córdoba, el siguiente a Galicia y el próximo traslada a Oriente. Cada planta del local ofrece una carta distinta con algún plato común. En la sala inferior se brinda con Estrella Galicia y se tapea al ritmo de música francesa: de ambiente más informal, el acento gallego se pronuncia en el pulpo a feira y las conservas de Ramón Peña, y se declina con variaciones asiáticas en los mejillones en salsa de coco y curry o el bacalao en un bienmesabe de miso. Que almorzamos o cenamos en Córdoba se nota en el sedoso salmorejo clásico, tuteado por otros más experimentales, como el de remolacha y queso de cabra o mojama y vermú.
El restaurante de la planta superior nos deja, en silencio, con la boca abierta. Hay una deliciosa picada de salchichón de jabalí con miel y mostaza, y ensaladas diversas —de peregrinas salteadas y yogur de azafrán, con el viento del norte, y de berenjena y tomate en agridulce con queso, con el aire del sur— para los remordimientos. También un entrecot de buey gallego para condenarse a la siesta, y un rodaballo con allada para quienes prefieran el mar. Como despedida, una porción de tarta de Santiago o una compota de frutos de invierno y queimada. Aquí, allá…
Otra de las novedades de Blanco Enea permite, por diez euros de descorche, traer el vino de casa. Quien confíe en su carta recorrerá las denominaciones de la península, con obvia parada en Galicia, y notará el cariño hacia los vinos montillanos: el tinto Cerro Encinas y, como estrella, los Piedra Luenga —blanco y Pedro Ximénez— de Bodegas Robles. Esa conciencia ecológica abarca desde los productos que saltan a la mesa —y al estómago— a detalles como la vajilla del restaurante.
Lo dicho: las apariencias engañan. Cocina de vanguardia para admirar, pero sobre todo para deleitarse, y diálogos entre diferentes coordenadas geográficas que hablan, gracias a González Blanco, el mismo lenguaje. Blanco Enea es otra cosa.
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