Cimavilla, el pueblo que vive dentro de una ciudad
Gijón es la ciudad más dinámica de Asturias. Pero dentro de su casco urbano, cual aldea gala entre romanos, resiste un barrio que no quiere perder su identidad
“Esto es un pueblo dentro de una ciudad”. Sergio Álvarez, presidente de la Asociación de Vecinos de Cimavilla, tiene claro que su barrio es algo especial. Cimavilla es el rincón más popular y castizo de la ciudad más grande de Asturias. El más antiguo también, porque aquí se instaló la fortificación romana que dio origen a la localidad. Era el barrio pesquero, lumpen, de las clases menos favorecidas, de las putas y los cabarés, de los restaurantes de pescado al que iban los señoritos de la calle Corrida como el que iba a otro continente exótico y el de los bares nocturnos donde el rígido corsé moralista del nacionalcatolicismo se relajaba. No era una ciudad sin ley, pero tenía leyes propias. Y hasta un gentilicio particular. Los de Cimavilla son playos. Y aún hoy cuando uno sale del barrio para hacer cualquier gestión dice, “voy a Gijón”, aunque Gijón quede, literalmente, en la acera de enfrente.
Alfonso Menéndez Granda es arqueólogo y conoce los subterráneos de Cimavilla como la palma de su mano, no en vano lleva años excavándolos en busca de su pasado romano. Mientras nos dirigimos a las termas de Campo Valdés me cuenta sus vivencias de mozo en el barrio: “Hace 30 o 40 años esto era totalmente diferente a como la vemos ahora. Al sur estaban los desguaces de barcos, había montañas enormes de chatarra y ratas como gatos, una cosa tremenda. Recuerdo de pequeño el puerto, todavía con barcos de pesca (hoy es el puerto deportivo). De hecho, la plaza del Marqués por la que estamos pasando ahora se llamaba plaza de la Barquera, porque aquí sacaban los pescadores las barcas a seco. Nuestros padres nos tenían prohibido subir a Cimavilla, pero nosotros pasábamos los días metidos por allí arriba, jugando en las baterías, entre matorrales; pero a la noche salíamos disparados. A esas horas no era un sitio recomendable. Hoy todo ha cambiado, el Ayuntamiento hizo un gran esfuerzo y ahora es el barrio de moda y de ocio nocturno”.
Las termas romanas de Campo Valdés son uno de los hitos turísticos de Cimavilla y de todo Gijón. Alfonso me cuenta que datan del siglo III, que se conocen desde siempre pero que no fueron excavadas y puestas en valor hasta la década de los noventa. Era un complejo de salutem per aquam enorme para una ciudad perdida en el extremo noroeste del imperio, lo que delata que el emplazamiento hubo de tener cierta importancia en aquella Hispania romanizada. Se aprecian todos los elementos de unos baños públicos romanos, el frigidarium el tepidarium, el caldarium, las saunas y vestuarios… Hay zonas, como el hipocausto, con un grado de conservación único entre este tipo de edificios. La musealización de las termas tuvo a medio Gijón enfrentado al otro medio durante mucho tiempo. Resulta que los restos aparecieron justo delante de la iglesia de San Pedro, en pleno paseo del arenal de San Lorenzo. Con un clima como el de Gijón, dejar al aire un yacimiento como este era una locura porque habría durado dos telediarios. Así que se decidió cubrirlo con un edificio de hormigón. Pero el proyecto tapaba la vista de la iglesia y don Bonifacio, el cura, montó tal campaña de acoso —con la inestimable ayuda de la oposición política en el Consistorio— que dividió a la ciudad. Al final lo logró: medio yacimiento tiene el techo tan bajo que hay que visitarlo agachado. Los humildes restos romanos que sobrevivieron ocultos dos milenios, al salir a la superficie tuvieron que resignarse y decir aquello de “con la iglesia hemos topado”.
Geográficamente, Cimavilla también es especial: ocupa un peñón rocoso en forma de península redondeada entre las dos bahías gijonesas, la de Poniente y la de San Lorenzo. Cimavilla sigue viviendo rodeada de mar, pero ya no es el barrio de los pescadores. Aunque sus calles tienen aún esa pátina humilde de barrio viejo, poco gentrificado, es la zona de ocio nocturno de gente muy variopinta. Sus placitas, no más grandes que una pista de tenis, están llenas de bares, restaurantes y terrazas, que han proliferado además como setas por la covid. Restaurantes populares con pescados y mariscos sublimes como Los Caracoles o El Planeta. Otros más elegantes, como Casa Zabala. Sidreras históricas como El Veleru o El Centenario; baretos cutres con amarillentos carteles del Sporting donde aún se refugian los paisanos de toda la vida. O bares de copas míticos como La Plaza, en la plaza de Cimavilla, el ombligo del barrio, donde se refugió el Xixón Sound, un movimiento musical indie de los años noventa —versión asturiana de la movida madrileña—, de la que surgieron grupos como Australian Blonde, Penelope Trip o Manta Ray.
Todo esto me lo cuenta alguien que lo vivió en primera línea, Nacho Álvarez, el dueño del bar La Plaza, exbajista de Manta Ray. Acodado en la barra de su garito, él es la expresión viva de que los viejos rockeros nunca mueren y, aunque peina canas, tiene aún proyectos musicales en marcha: “Fueron años de mucha creatividad, supuso abrir fronteras, poner a Gijón en el mapa. Hoy queda gente más mayor haciendo cosas de más calidad quizá de la que hacíamos en aquella época, pero con menos trascendencia. Quedaron muchas cosas de aquel movimiento y aunque ya no hay tantos bares musicales como entonces, todavía se puede hacer una buena ruta escuchando buena música.”.
Cimavilla son sobre todo sus personajes. La Asociación de Vecinos que preside Sergio Álvarez está en la Casa del Chino. Que se llama así porque en ella vivió Chaoyo Wey, el primer ciudadano de la República Popular de China que apareció por Asturias, allá por los años treinta. Chaoyo Wey era una raridad, un marciano caído del cielo en el Gijón pueblerino e industrial de primera mitad de siglo XX. Pero se mestizó muy bien con el paisanaje de Cimavilla. Era un playu de ojos rasgados. Se casó con una asturiana, enviudó de ella, se casó con otra, abrió en esta casa el primer restaurante chino al norte del puerto de Pajares y aún le sobraba tiempo para hacer farolillos de papel que vendía a un mayorista de Madrid y que tienen mucho que ver con la costumbre de los vecinos de engalanar las calles del barrio con farolillos similares, muñecos de papel maché y todo tipo de adornos durante las fiestas.
En la Casa del Chino conozco a Ana González Ferrero, Anina, que lleva un proyecto de recuperación de la memoria del barrio. La gente le dona fotos, películas caseras en celuloide, diapositivas… que ella digitaliza y documenta para que no se pierda la memoria de Cimavilla. Muchos de eso personajes han vuelto al barrio gracias a las fotos tamaño natural que su proyecto La casa de la memoria pega por las paredes del barrio. Así conozco a Ángela La Prina, una pescadora de los años cincuenta con más carácter que un sargento de húsares. A Concha La Guapa y a su hijo, Alberto Rambal, un personaje que fue queridísimo en el barrio porque siempre ayudaba y atendía a los más desfavorecidos durante el día y por la noche se transformaba en los cabarés en Marifé de Triana dando rienda suelta a su verdadera personalidad gracias al cobijo que le ofrecía ese barrio sin ley en unos años en que la Ley de Vagos y Maleantes incluía a los homosexuales. Me veo cara a cara también con Arsenia La Churrera, con Chelo La Mulata, con Rita La Mona… mujeres de estas calles, alguna aún viva, a las que se les conocía siempre por su mote. Pues así era y sigue siendo la vida en el barrio.
Durante la semana que paso en Cimavilla conozco mucha más gente especial. Paseo con la escritora Pilar Sánchez Vicente en busca de los rincones por los que se mueven los personajes de sus novelas que, como Mujeres errantes o La hija de las mareas, transcurren en buena parte por Cimavilla. Ramón Alvargonzález me enseña la casona solariega de una familia poderosa cuyas raíces se hunden en la parte noble del barrio desde hace siete generaciones. Visito la casa natal de Gaspar de Jovellanos, el gran escritor y político ilustrado que quiso modernizar este país y que también fue vecino del barrio.
Pero mejor que seguir contándole cosas de Cimavilla, dé un paseo por el barrio —mejor al atardecer, cuando recobra el pulso—, hable con la gente, beba unos culinos en alguna sidrería. Descubrirá un pueblo muy pueblo incrustado en medio de una gran ciudad como es Gijón.
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