El precio justo
¿Por qué estamos dispuestos a pagar más por algunos productos? Hace unos años, la respuesta hubiera sido la necesidad, la calidad, la bondad del material, el esmero de la manufactura o la oportunidad. ¿Qué respondemos hoy?
La mostaza a la antigua Maille lleva 274 años fabricándose en Francia. Se dice pronto: 18 generaciones de consumidores. En Japón, donde el honor se cuenta también en el número de generaciones familiares dedicadas a perfeccionar y transmitir un oficio, hace tres siglos que la familia Mogi comenzó a producir en Noda la salsa de soja Kikoman. Tenían el taller a orillas del río Edo para poder enviar con rapidez la salsa embotellada a Tokio, que entonces se llamaba Edo. Los holandeses trajeron esa salsa a Europa a principios del XIX y, tras acumular premios en las Exposiciones Universales de Ámsterdam (1864) y Viena (1873), el sabor umami se quedó para siempre en el continente. El nombre Kikoman, en cambio, data de 1980, cuando la empresa pasó de proveer a los emperadores a convertirse en líder mundial. Igual es eso lo que buscamos en esos productos, lo contrario a las sorpresas: que nos traten como emperadores.
Como la mostaza —envasada desde 1989 en su tradicional frasco con forma de flor de lys (la de la monarquía francesa de la que la maison fue proveedora desde Luis XV)—, la salsa de soja Kikomán también tiene un envase muy reconocible —tanto que es el que utilizan la mayoría de los restaurantes asiáticos no solo los japoneses—. Y es más cara que sus competidores. Pero la buscamos, pagamos la diferencia. No es que tenga más o menos sal, que carezca de gluten o que tenga una versión azucarada —todo eso son ahora combinaciones del mismo producto— es que confiamos en ella. Pagamos el euro más que nos cuesta porque nos compensa. Compensar. ¿Cuántos productos disfrutan del privilegio de nuestra confianza?
Se me ocurre el vino de Rioja, a lo bruto, en general. En la mayoría de los bares españoles cobran un euro más —o 50 céntimos, depende de dónde uno se tome el vino— por una denominación de origen que incluirá el mejor y el no tan bueno, pero que, solo con mentarla, tranquiliza y genera confianza.
En el diseño, eso, la confianza, sucede también con algunas marcas. Aunque, ya se sabe: la confianza cuesta mucho de construir y muy poco en destrozarse. En plena era de la obsolescencia programada, la asociamos a la longevidad: a los míticos exprimidores que Dieter Rams ideó para Braun, pero también a los zapatos de Camper, una marca española que ofrece —para sus botas y sandalias— una garantía de dos años. Dos años son muchos kilómetros de suela. Por eso quien considera que pagando un calzado está también haciendo frente a campañas publicitarias, esmeradas bolsas de papel o el diseño de las tiendas —solidario o espectacular (la indefinición también es una marca reconocible)—, que los zapatos duren, puede hacerle dudar.
Lo que uno siente ante unos chocolates que entran por los ojos pero se funden en la boca o un pintalabios que nutre además de colorear no es duda. Es ausencia de duda. Todos estos productos tienen en común una cosa: no pensamos en su precio cuando —un día para probar o regularmente para evitar sustos— los elegimos. Y los compramos, por una vez sin que el precio lo decida todo.
Cuando yo era pequeña, la revista Lecturas tenía una sección llamada Hace 10 años. Cuando cumplí 12 me pasé meses —que entonces me parecieron décadas— buscando algo que recordar en ese almanaque. Hasta que un día llegó: Bob Nico rompe con su novia Babette. No he podido olvidarlo. Dejé de mirar la sección. Una cosa interesante de cumplir años es pararse a pensar en lo que aumenta o rebaja su importancia, o su precio, con el paso del tiempo. Es sorprendente porque no siempre coincide con lo que pierde o gana relevancia con el cambio de prioridades.
Desde mi infancia es un escándalo cómo han bajado de precio los juguetes, también la ropa y también, sí, la comida. Es la atracción fatal de la ganga, el consumo desatado e irresponsable del que tanto hablamos. Pero también es un retrato de lo que somos: valoramos (la ganga) y no queremos ver (las condiciones laborales injustas que hacen posible las gangas).
Hay lámparas de mil euros y excepcional diseño que se descuajeringan en cuanto las montas. Carteras impagables a las que un arañazo añade expresión y solera. Y bolsos de polipiel (piel ecológica lo llaman algunas de las grandes marcas como Guess) que cuestan precios de tres cifras, es decir, como si fueran de oro.
Si llevamos la idea del consumo, la exigencia y el descontento al paroxismo se va perfilando el retrato físico de una sociedad que, ahora confinada, se para a reflexionar sobre su propio desquiciamiento. Es tan cierto que no todos consumimos alocadamente como que todos somos, en algún campo, consumidores voraces: si las zapatillas o los pantalones nos caben en los armarios pensemos en cuántos móviles u ordenadores tenemos. Comprobemos si los libros se nos apilan fuera de las librerías, si acumulamos más vino del que jamás beberemos, si hemos sido invadidos por el papel higiénico en previsión de un nuevo confinamiento o si tenemos el cajón de los medicamentos saturado de hipocondría. Tecnológico, estético, alimentario o cultural, todos tenemos algún exceso. Somos excesivos mientras sentimos que nos falta algo. Todo lo contrario de Antoine Claude Maille, que con el vinagre de su padre comenzó a fabricar mostaza en 1747.
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