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Alterconsumismo
Coordinado por Anna Argemí

¿Para qué sirve un jardín?

‘La jardinería como arte sagrado’ repasa la relación entre la naturaleza y lo divino en diferentes culturas ancestrales hasta nuestros días

Monet pintó este puente japonés al menos 15 veces para “capturarlo bajo distintas luces”.
Monet pintó este puente japonés al menos 15 veces para “capturarlo bajo distintas luces”.(c) Nick Fewings vía Unsplash

¿Para qué sirve un jardín? Hay tantísimas respuestas posibles a la pregunta, sobre todo desde que la pandemia y la crisis consecuente han agudizado el ingenio de muchos... En la pequeña ciudad francesa donde yo vivo surgieron de la noche a la mañana los jardineros enmascarados, personas anónimas, voluntariosas, que se dedican aún hoy a cultivar, respetando las medidas sanitarias, pequeños parterres en desuso en los parques públicos y así hacen crecer libremente tomates y calabazas y todo lo que se les eche por delante allí donde antes sólo asomaban tristes hierbajos. Que cada uno cultive libremente y cada uno recoja también según sus necesidades. La naturaleza como comida y puesta toda ella gratuitamente al servicio de la ciudadanía.

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La semana pasada leí un libro que observa los árboles y las plantas desde otro punto de vista menos utilitarista pero igualmente ancestral. La jardinería como arte sagrado, publicado por La Fertilidad de la Tierra, es un recorrido ameno y bellamente ilustrado por la relación que se estableció entre los jardines y las diferentes culturas de la Antigüedad como la egipcia, la griega y la romana, hasta llegar a nuestros días. El autor, el británico Jeremy Naydler, explica este recorrido histórico como la tensión entre dos tendencias opuestas. Por un lado, el deseo por parte del jardinero de “respetar” la naturaleza y su crecimiento libre y espontáneo. Y por el otro, la voluntad igualmente real del jardinero de imponer el orden, la lógica, casi diría, la geometría, en el espacio verde.

¿Qué margen de libertad concedemos a la naturaleza para ser “ella misma”?

¿Qué margen de libertad concedemos a la naturaleza para ser “ella misma” y qué otro margen nos reservamos para demostrar nuestro dominio sobre ella? De hecho, la historia de esa relación a ratos tormentosa, a ratos armoniosa es para el autor la historia de la pérdida progresiva de la noción de jardín como “espacio sagrado” para irse convirtiendo con el paso del tiempo en objeto símbolo de poder y de domesticación violenta por parte del hombre.

Me ha encantado especialmente el capítulo dedicado al paisajista de Luis XIV, André Le Nôtre, que diseñó los jardines de Versalles. Ni que decir tiene que esos jardines son, para el francés medio, el summum de la jardinería francesa, una de las muestras de la grandeur (grandeza) del rey y, por ende, de toda Francia. Y si me ha encantado el capítulo es porque el autor hace una lectura inversa a la convencional: expone el caso como ejemplo del colmo de la agresión a la naturaleza, una auténtica “guerra” declarada. Cito literalmente: “Consistió en una operación militar cuyo enemigo era la naturaleza”. Y a las pruebas me remito.

De hecho me enterado gracias al libro que en la etapa inicial de construcción del jardín para excavar el pantano y crear el Gran Canal, que es el elemento central del jardín, se desplegaron los soldados de la Guardia Suiza. Muchos de ellos perdieron la vida al envenenarse con los gases del pantano. Más tarde se requirieron treinta y siete batallones de infantería y seis escuadrones de soldados junto a ocho mil trabajadores civiles para la construcción de un acueducto, que debía transportar el agua al jardín. Tres años más tarde se tuvo que abandonar el proyecto inacabado. Por el camino murieron unas diez mil personas, auténticos muertos en combate.

Me pregunto si hoy en día hemos aprendido realmente la lección de Luis XIV y sus ansias de megalomanía. ¿No estamos todavía violentando la naturaleza, sólo que esta vez nuestra ambición se mide a escala global? Excavamos más y más hondo, construimos más y más alto, y más y más grande, a veces a ras del agua; ensuciamos más y más no sólo los campos sino también los océanos.

(c) La fertilidad de la Tierra

No hay un autor intelectual del crimen al que podamos señalar con el dedo, como pudo ser en su día el Rey Sol, sino que la vergüenza de tamaño delito es compartida por todos nosotros. No enviamos ejércitos pero es también, a mi modo de ver, una guerra abierta contra la naturaleza, de la que queremos extraer más y más recursos para nuestro uso y disfrute y a la que queremos someter a nuestro dominio sin límites y por lo tanto sin conciencia.

Ojalá aprendiéramos de Gertrude Jekyll y de Claude Monet, ambos presentados como modelos positivos en el libro. Tanto la una como el otro fueron jardineros que pintaban o pintores que se ocupaban del jardín: el espacio verde concebido como lugar de inspiración artística, como cuadro o incluso como icono. ¿Y si el jardín fuera aún hoy todavía como antaño un lugar, como otros posibles, donde simplemente admirar la creación y donde hoy debemos más que nunca renunciar por su bien, y por el nuestro, a violentarla?

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