Covid y la utopía reinventada
En un viaje poético y literario, el arquitecto mexicano Eduardo López sugiere refundar el concepto de ciudad y de convivencia en la primera pandemia del siglo XXI
Quizá nada sea a la vez más bello y contradictorio que la palabra utopía. Encarna una negación que es casi doble, "un buen lugar que no se encuentra en ninguna parte", y sugiere un enigma por descifrar y una quimera por realizar.
Amaurota, la capital de la Isla de Utopía, es una "ciudad de espejismo". El río Anhidro que cruza apaciblemente la isla es, paradójicamente, un "río sin agua". Hitlodeo, "alguien que solo dice tonterías" es quien relata la historia a Tomás Moro. En la Isla de Utopía las cosas se afirman negando lo contrario y 'no te odio en absoluto' quiere decir 'te amo'.
Utopía es en realidad hija de Politeia, el nombre de la ciudad de la República de Platón, no una ciudad real, sino mas bien una sociedad ideal sin un hogar fijo, basada en su propio orden y armonía. En el tiempo en que se escribió el libro de Utopía, los humanos y los monstruos coexistían y luchaban entre sí. Fue la época del Renacimiento Inglés y un periodo de gran exploración, luchas y descubrimientos de un mundo en su mayoría desconocido.
Una palabra tan corta de solo seis letras tuvo importantes implicaciones en la historia de las ideas.
En algunos lugares y para algunas personas, la utopía fue una crítica velada a los asuntos de Estado y un proyecto transformador que se mantuvo en el terreno de las buenas intenciones. Era un plan separatista en una isla apartada, como la que hizo el Rey Utopos cuando cortó el Istmo de la Península en que vivía, transformándolo en un lugar inalcanzable.
En otros lugares y para otras personas, la utopía siguió prometiendo la posibilidad de cambio y transformación, una oportunidad para dejar de ser lo que se es, para convertirse en lo que se debería de ser. La utopía era un mundo justo y equitativo de comunidades socialmente equitativas, libertad religiosa y tolerancia dentro del imperio de la ley y los límites físicos de la polis. Se diseñaron ciudades imaginarias como La Nueva Atlántida, de Francis Bacon; La Ciudad del Sol, de Tommaso Campanela y los Falansterios de Charles Fourier, entre otras.
Sin embargo, cuando los buenos propósitos lucharon por convertirse en realidad, surgió un mundo defectuoso de control humano, con imposiciones hechas en nombre de un nuevo orden. El proyecto utópico tuvo derivas totalitarias y hasta cierto punto distópicas. Surgieron enclaves idealizados y 'ciudades buenas con cosas malas' nacidas de soñadores que finalmente quedaron empañadas en la práctica, como las asociaciones de Albert Brisbane o las comunas de Nueva Armonía, de Robert Owen. Así, en realidad, las ciudades utópicas quedaron confinadas al mundo del imaginario y la poesía.
Pensamientos oníricos, crisis espirituales y búsqueda de lo trascendente. Las ciudades fueron memoria, deseo y signo, como las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, donde la felicidad acaba en ninguna parte o quizás en todas partes, desconectada y abstraída. Las utopías ficticias de Huxley y Orwell fueron, en última instancia, distopías.
Nos recluimos en casas o ciudades esperando que el virus no toque nuestras puertas, esperando que llegue a otro lugar (cercano o lejano, no importa) sin pensar que, como escribió el poeta persa Saddie, su enfermedad y muerte también serán nuestras
Poco a poco, la utopía perdió su esencia y su rumbo, y se convirtió solo en un destino, un punto y un aparte en un mundo de injusticia. La utopía resultó ser un faro alto, fuerte e imponente que, sin tener una señal luminosa de guía, acabó por ser una sirena que atraía los barcos a hundirse en arrecifes de buenas intenciones. La utopía fue, como la describió Marx, un salto artificial de la historia, la imposición de lo inalcanzable y un camino hacia ninguna parte.
Con la covid-19, el futuro atrapó a la utopía desarmada. Con la pandemia todo ha cambiado. Lo extraño se ha vuelto ordinario y las cosas simples han perdido su estatus reconocido. Estamos descubriendo que somos víctimas de una solidaridad equivocada, de una forma de vida superficial y falsa. Nos recluimos en casas o ciudades esperando que el virus no toque nuestras puertas, esperando que llegue a otro lugar (cercano o lejano, no importa) sin pensar que, como escribió el poeta persa Saddie, su enfermedad y muerte también serán nuestras.
Cambiamos el nombre de las cosas, para evitar cambiar nosotros. Recreamos un mundo de virus y monstruos como en la época de Thomas More, y luego buscamos soluciones rápidas. Tratamos de construir una nueva normalidad con albañiles, andamiajes y conceptos de la vieja normalidad.
Lo que necesitamos es reinventar la utopía, para no vivir en el mundo que nos toca, sino en el que nos toca transformar; el mundo que debería ser y no el que es.
Es imperioso que regresemos a las calles de Amaurota y caminemos por sus aceras y sus ríos. No se trata de huir de la realidad, sino todo lo contrario; descifrar un mundo negado y aprender a vivir una existencia contradictoria mitad real y mitad imaginaria, una utopía que prefigura lo bueno y lo deseado.
Este es el remedio contra la covid-19. Esto nos permitirá refundar la República de la Empatía, donde descubriremos que tenemos más de seis mil millones de vecinos, hermanos y hermanas. Un lugar donde reinen la alegría del buen vivir, la paz y la justicia. Un mundo con ciudades ecológicas y donde rijan los derechos humanos para todos.
Los centros urbanos son el escenario de la historia; con sus contradicciones, vicios, límites y oportunidades siguen siendo el motor de cambio. Ellos albergan el futuro en construcción y la nueva utopía, una que como escribió Karl Mannheim, tenga el poder de plantarse al lado de la realidad que parece inamovible, caminar con ella y, poco a poco, irla erosionando, hasta que ella misma se convierta en la nueva realidad, el viaje y el destino. Así podremos construir una sociedad donde podamos decir 'te amo' en lugar de 'no te odio en absoluto'.
Eduardo López Moreno es jefe de Conocimiento e Innovación y director de la Oficina de México y Cuba de ONU-Habitat. Además, es autor de siete libros, coordinador y autor principal de las publicaciones emblemáticas de la ONU como el Estado de las Ciudades del Mundo (seis ediciones) y fotógrafo galardonado en temas sociales.
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