El crisol educativo enriquece
Los hijos de padres emigrantes aportan ideas y costumbres nuevas que mejoran la vida en las facultades
Lillian Smith, madre de ese maestro de la arquitectura que es Norman Foster, trabajó de camarera mientras Norman dibujaba desde su pequeña habitación, con vistas a las vías del tren, del barrio de clase baja de Manchester donde se crió. Ella le mostró una lectura del mundo con la que el arquitecto ha viajado toda su vida: "Me enseñó el valor de la ética del trabajo. Trabajar, trabajar y trabajar". Desde entonces ha dibujado todos los días. En el coche, en el avión, en el estudio, en sus pocos ratos de ocio. Esa imagen de sacrificio es un espejo último sobre todo para los chicos que empiezan por primera vez la universidad y que vienen, como Foster, de clases bajas, pero también de padres inmigrantes. No existen datos exactos de su rendimiento académico. Hay varios proyectos para medirlos con la precisión de un agrimensor, pero sabemos destalles concretos por la experiencia de los pupitres y los años de encerados. "Por lo general son estudiantes que valoran el esfuerzo y el sacrificio para mejorar las condiciones económicas propias y de sus familias. En cambio, los españoles son mucho más acomodaticios y tienen menos tendencia al esfuerzo", compara María Jesús Such, vicerrectora de Políticas de Responsabilidad Social y profesora de Economía Aplicada de la Universidad de Alcalá de Henares.
El pasado crea la voluntad. Los padres emigrantes buscan una vida mejor para sus chicos porque tocan con la memoria la precariedad de los que muchos proceden. El padre de Stefani Petrova —ella hoy tiene 20 años, nació en Bulgaria y lleva desde los cuatro años en España— conduce una hormigonera, viven en el barrio de San Blas en Madrid y su madre trabaja en la asistencia social. Stefani es una buena estudiante. Cursa 4º del grado de Ingeniería Informática en la universidad privada Nebrija. Ha pasado por los colegios madrileños San Vicente y el instituto Beatriz Galindo. Siempre con beca por excelencia. Su aplicación le permite reducir un 30% los cerca de 10.000 euros que cuesta al año sus estudios. Recuerda el primer día. "Me perdí, porque soy algo despistada, pero no he tenido problemas de integración: soy sociable y habladora", cuenta.
En España, los alumnos que llegan por vez primera a la universidad del extranjero proceden, sobre todo, de la Unión Europea (9.547) y América Latina y el Caribe (7.183). Son datos del Ministerio de Universidades. "Varios trabajos acreditan que el colectivo de jóvenes hijos de inmigrantes enfrenta serios problemas de integración, en muchos casos heredados de sus padres, tanto por los lugares y espacios que viven sus familias, como por los medios económicos, que les dificulta acceder a los estudios superiores", reflexiona Alberto Ares, director del Instituto de Estudios sobre Migraciones de la Universidad Pontificia de Comillas. El riesgo, el verdadero fracaso, se produce antes de sentarse en los pupitres universitarios. "El problema que tenemos llega con antelación. Las tasas de abandono escolar son más altas en las clases obreras y los emigrantes", indica Silvia Carrasco, profesora del departamento de Antropología Social y Cultural de la Universidad Autónoma de Barcelona. Porque en las aulas de la facultad tienen levantada una arquitectura para ayudarles el primer año. Profesores de apoyo, becas para familias sin recursos o, por ejemplo, sin tradición académica. "Nuestro mercado laboral necesita flexibilizarse más para incorporar a siete millones de personas que no han nacido dentro de nuestras fronteras", admite Alberto Ares.
Más capacidad de liderazgo
Todo lo contrario se vive en la Universidad de Navarra. Uno de los centros privados, sobre todo en Medicina, más reconocidos del país. Exige una elevada nota de corte y un examen propio. Al año ingresan 2.200 alumnos de los que 600 son internacionales. Y la práctica ha hecho un descubrimiento interesante. "Los alumnos nuevos con padres nacidos fuera de España tienen más capacidad de liderazgo: muchos se convierten en representantes estudiantiles", apunta Tomás Gómez-Acebo, vicerrector de alumnos de la Universidad. Sizhe Qian, 22 años, lleva consigo esas virtudes. Aprobó su entrada con una nota de 12,5 sobre 14 y es de padres chinos. No quiere hablar de ellos, "para respetar su privacidad", comenta. Pero vive en Pamplona. Y siente las facilidades de un espacio de élite. "En primero tienes asignado un tutor que te ayuda a estudiar o a saber integrarte en la vida estudiantil", describe. "Tengo 14 amigos y solo dos son de aquí"
En la acogida a este grupo de chicos se aprecia en España una fractura de pensamiento. Entre quienes creen que debe tener un trato especial y quienes piensan que el mejor trato especial es evitar las distinciones. La Universidad del País Vasco no tiene programas específicos para hijos de inmigrantes, pues el "mismo concepto resulta inseguro". Existen, como en la mayoría, ayudas sociales "pero no están determinadas" —afirman— "por el origen, la raza o la cultura de las personas beneficiadas". Una filosofía similar es la que defiende la Universidad Politécnica de Catalunya. Disponen de becas, apoyo académico a través de las maestrías, planes de inclusión e igualdad, pero siempre pensando en dar a todos idénticas oportunidades.
Al final es una historia no de dos ciudades sino de una mayor o menor fragilidad. Y los diálogos son distintos. Esta generación de chicos de padres extranjeros "hace un esfuerzo extra por adaptarse a la dinámica de la universidad, por aprender o aclimatarse al español, por integrarse a través de la jerga y los códigos universitarios de su generación. A la vez, comparten un rasgo común enriquecedor: aportan una perspectiva distinta a la local, con ideas, costumbres, planteamientos, conocimientos y bagaje culturales nuevos, que convierten las clases y la vida universitaria en más rica y diversa", desgrana Fernando Tomé, vicerrector de Estudiantes y Empleabilidad de la Universidad Nebrija. Aunque la conversación ha ido, también, adquiriendo más ruido.
"La mirada que yo tuve era distinta porque la migración cuando llegaron mis padres, en los años setenta, era más baja, ahora con niveles más altos, la mirada de la gente sí cambia", admite Nadia Atki, alumna en la Universidad Pontificia Comillas, de padres marroquíes y experta en Filología Árabe. Habla tranquila, con el eco de la reflexión. Vive en Lavapiés. Uno de los barrios más multiculturales de Madrid. Un zoco de idiomas. "Esta mezcla de culturas me ha ayudado a integrarme", sostiene.
Ejemplos
Los de Mihaela Duma, rumanos, tienen un negocio en Alcalá de Henares (Madrid). Ella es un ejemplo distinto. Llegó tarde a España (con 14 años). El nombre de pila, Ramona, y una rima cruel, se lo puso complicado en el patio del colegio Antonio Machado. "Pero fui fuerte, me esforcé en aprender el idioma, me di cuenta de que tenía que integrarme, y así defenderme de esas palabras que hieren", recuerda. Quizá impulsada por ese orillamiento, quizá movida porque no encontraba acomodo en los libros de texto: dejó de estudiar. Trabajó en los supermercados Udaco y Ahorramás. Pero tras más de una década larga se dio cuenta de "que estaba perdiendo mi vida". A los 29 años aprobó el examen de entrada para mayores de 25 años en la facultad y hoy cursa un doble grado de Turismo y Administración de Empresas en la Universidad de Alcalá.
Porque la vida cae al igual que una cascada que arrastra historias pequeñas y grandes. Tierras que abrasan tanto que no permiten quedarse. Camila Bové llegó con sus padres de Argentina, durante 2003, cuando tenía dos años. El corralito (restricción de acceso al dinero propio entre 2001 y 2002) en el país sudamericano fue el agua desbordándose en una piscina infinita. Sus padres son músicos, componen, enseñan en varios centros. Camila estudió en el colegio Montserrat en Madrid y de ahí pasó al Ramiro de Maeztu. Este curso, con 19 años, empieza Biología en la Universidad Autónoma. "Estoy emocionada", admite. Habla tanteando las palabras e imagina su futuro: profesora de Bachillerato o en una empresa de biotecnología. Pero la tierra ya no le quema tanto.
Ni siquiera a 1.949 kilómetros de distancia, en Tenerife. En las Islas Canarias esa segunda generación son sobre todo latinoamericanos e hijos de comunitarios. "No los tratamos de una forma distinta. Esa diversidad nos enriquece y genera procesos de aprendizaje que resultan más inclusivos: cuentan en las clases las vivencias de sus padres, sus orígenes culturales; es un valor añadido", subraya Vicente Zapata, profesor de Geografía Humana de la Universidad de La Laguna. En otras topografías, esos son los pupitres que encontrará Yassi Camara. Es la mayor y la primera de sus cinco hermanas que llega a la universidad. Ese apellido procede de Malí, de donde son sus padres. Él trabaja en la obra; ella es cocinera. Ambos en Castelló de la Plana. Yassi ha escogido para su futuro Administración de Empresas en la Universitat Jaume I y transmite una energía que haría feliz a Nikola Tesla. "Tengo muchas ganas de empezar. Es estudiar lo que siempre he querido", explica.
Tal vez le enseñen aquello que defendió el filósofo francés Comte: "La demografía es destino". "Cada vez vemos que llegan más estudiantes cuyos padres proceden de la migración", narra Manuel Sierra, director del área para Latinoamérica y Cooperación del Desarrollo de la Universidad Politécnica de Madrid. "Pero no los tratamos de una forma distinta, es el estrato social y económico el que marca la diferencia; nunca la geografía". "Es la ética del trabajo", sentenciaría Norman Foster.
La brecha económica se ensancha
Nada de todo esto sucede, claro, ajeno al dinero. Este año, el mercado de la educación manejará en el mundo —acorde a Bank of America— 6,3 billones de dólares (5,3 billones de euros). Solo la formación universitaria y de posgrado dejará 690.000 millones de dólares (584.000 millones de euros) en Estados Unidos. Esa cifra traza una inequidad profunda entre "quienes tienen y quienes no". Resulta fácil imaginar a qué estratos y clases sociales corresponde el sufrimiento. El 99% de los trabajos creados en el país después del 'crash' de 2008 ha ido a personas con, por lo menos, el bachillerato. "El principal problema de los hijos inmigrantes en Estados Unidos es el acceso a una buena educación primaria y secundaria", cuenta Mauro F. Guillén, profesor en la escuela de negocios de Wharton de la Universidad de Pensilvania. "Aquí las escuelas las financia el municipio, y aquellos con menos recursos económicos ofrecen una peor calidad. Pero un hijo o una hija de emigrantes que supere esos obstáculos suele encontrar una buena universidad que le concede una beca: no solamente por diversidad sino también porque ahora muchas reservan plazas para padres que carecen de titulación universitaria".
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