Adoptada
Nancy tiene siete años y no es boba. Pero está desconcertada
Nancy aterrizó en Madrid el 11 de marzo de 2020. Atravesó el finger, que la condujo al satélite de la T4, de la mano de su guapísima nueva mamá. Aguardaron la salida de su equipaje en una sala enorme. Nancy calibró su estatura contemplándose en el reflejo de las pulidísimas baldosas. Incluso se atrevió a iniciar una pirueta de patinadora. Después, entraron en la parte trasera de un taxi y la niña comprobó que Madrid era una ciudad bastante grande, pero no tanto. Abrieron el portal de la casa y subieron al 4º C. Desde ese momento, Nancy no ha salido de allí.
Nancy tiene siete años y no es boba. Pero está desconcertada. Cuando aún no la habían adoptado, hacía hoyos en la tierra. Había corrido detrás de las palomas en las plazas. Se acuerda perfectamente. Pero desde que llegó a Madrid —ella pronunciaba Madrís—, su mamá le advirtió: “Hay una enfermedad en el aire. No podemos salir”. Nancy miraba a su mamá y cada vez la veía más fea: acaso fuese una de esas brujas que mantienen a las niñas encerradas, las ceban con papas y pan y, cuando ya se han puesto gorditas, se las comen. Hacía esfuerzos por adorar a su nueva mamá y ser obediente. Sin embargo, cada vez que esa mujer le aclaraba “en tu país, pasa igualito”, entonces ya no la podía creer porque Nancy sabía que su país era bien callejero. Pero no tenía escapatoria y obedecer a su nueva mamá le pareció la mejor estrategia. A lo mejor la loca de su nueva mamá no era mala y las costumbres de esta ciudad, a la que la habían trasplantado, no iban con su carácter. Nancy nunca había sido amante del orden y acá todo olía a desinfectante. Al descargar las bolsas de la compra, la loca agarraba el trapo y limpiaba limones y tetrabriks. Cuando Nancy bebía un vaso de leche, todo le sabía a lejía y volvían los malos pensamientos sobre si, bajo el rubio dulzor de la nueva loca de su mamá, se escondía una rata pelúa. O un avestruz.
Quizá aquel piso brillante era una nave espacial y la mamá fingida era una extraterrestre que le iba a hacer análisis de sangre y cortarle a Nancy los pezoncillos. Experimentos con su pequeño cuerpo humano. La pregunta más importante era por qué no la llevaban al colegio. Era imposible que una persona normal no llevase a una niña al colegio, y, aunque ella no era partidaria de los colegios, añoraba las explicaciones de una maestra verdadera. La loca de su mami pretendía enseñarle: “¿La eme con la a?” Mierda, pensaba Nancy, ella ya leía de corrido. Decidió que era más práctico dejarse de majaderías y escribir una carta a la Interpol: estaba secuestrada. El caso es que le estaba cogiendo una manía tremenda a los europeos, en general, y a las europeas, en particular. Había planeado asomarse a la alcoba de la bicha y pincharle con un cuchillito para ver si su sangre era roja o verde botella. Si era verdosa, tendría la confirmación del origen marciano de esa mala madre que le había tocado en suerte. “Mi cielo, ¿por qué me miras así?”. Nancy estaba dándole vueltas al plan: clavarle el cuchillito a la bruja de su mami en el estómago sin quedarse para comprobar si la rubita era humana, divina, rana o de la luna. Quizá hoy Nancy cambie de idea y podamos salvar la vida de una maternal compatriota.
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