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Tribuna
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Orfandad en Euskadi

No hay una opción política que no asuma como inevitable el giro identitario de nuestra política

Rubén Sáez
Vista Bilbao.
Vista Bilbao. EUROPA PRESS

"Pedro, ¿tú sabes qué es una nación?” Quien así habla es Patxi López y estamos en el debate de las primarias del PSOE. Un observador externo quizá pensaría que quien fuera el único lehendakari no nacionalista hasta la fecha se dispone a hacer una defensa de la nacionalidad vasca frente a su oponente, el presidente Pedro Sánchez, pero nada más lejos de la realidad. El objetivo es otro y López da en la diana: Sánchez balbucea una respuesta sobre sentimientos colectivos antes de que el exlehendakari afirme que los socialistas jamás reconocerán una nación jurídica que no sea la española. Es un momento melancólico, un verdadero fin de ciclo avant la lettre, pues el debate, seguido de la rotunda derrota de López, fue el último baile de una narrativa socioliberal que desacralizaba las identidades colectivas y que muchos creímos que era una apuesta política firme, ética y, sobre todo, permanente.

Patxi López encarnó durante años aquel socialismo vasco corajudo que decidió dar la batalla de la narrativa mientras sus concejales y simpatizantes eran hostigados y asesinados por ETA junto a sus homólogos del Partido Popular. Con valentía, y acompañados del arrojo y compromiso del PP vasco de Antonio Basagoiti, quienes se definían como constitucionalistas lograron torcer el brazo político de un discurso que no solo había copado hegemónicamente las instituciones y calles de Euskadi durante tres décadas, sino que, en muchos casos, había callado con complicidad ante el intolerable acoso a los representantes de al menos la mitad de la población. Pocos recuerdan que fueron tres años de buen gobierno y colaboración, con profesionales punteros en casi todos los puestos clave de una coalición que apartó sus diferencias programáticas en servicio de algo mucho más importante: dar un respiro identitario a una ciudadanía embriagada y atormentada a partes iguales por el perpetuo y agobiante relato de su imaginaria singularidad.

Fue la culminación del largo camino de construcción de una narrativa que al fin acompañaba a tantos ciudadanos hastiados de la unilateralidad de un discurso esencialista que les negaba carta de ciudadanía, expulsándolos de los espacios públicos de reflexión. Durante décadas, ser vasco significó una única cosa y una sola opción política, por supuesto nacionalista, pero aquellos políticos comprometidos, acompañados por intelectuales valerosos y movimientos cívicos como ¡Basta Ya!, lograron que fuese posible defender al individuo frente a la colectividad, al ciudadano frente a la nación, la libertad individual, en fin, frente a la melancólica unicidad de un río identitario cargado de ese desprecio reflejado en las palabras del exalcalde de San Sebastián Ramón Labayen: “Han venido de fuera, con el voto y la maletita”. La anhelada desaparición de ETA cambió por completo las dinámicas políticas y sociales del País Vasco, inaugurando un tiempo donde era posible hacer política sin la amenaza de las pistolas y la borrokada. Hoy, sin duda, estamos mejor que ayer, aunque algunos se empeñen en estirar discursos de resistencia hacia posiciones absurdas, inoculando en la opinión pública, parafraseando a Vázquez Montalbán, aquello de que “contra ETA vivíamos mejor”. Pero este nuevo tiempo político de Euskadi produjo una extraña mutación en sus actores no nacionalistas: liberados del yugo terrorista, se desentendieron del núcleo de la resistencia cívica al nacionalismo, condenando a la orfandad política a muchos ciudadanos que nos sentimos abandonados por quienes habían compartido nuestros anhelos, objetivos y principios. Unos lo hicieron arrimando el ascua al calorcito de la identidad, identificándose con el relato nacionalista incluso en plazas como Navarra, núcleo irradiador del delirio abertzale; otros, impidiendo el normal desarrollo de una organización como el PP vasco, con suficientes mimbres como para construir un discurso propio y foralista que, tristemente, ha sido sepultado por una noción equivocada del viejo y casposo patriotismo de bandera.

¿Dónde queda hoy una opción política que comprenda, pero no asuma como inevitable, el giro soberanista e identitario que domina nuestra política? ¿Cómo aceptar que nuestras derechas —incluida esa que se quiso liberal y optó por escenificar su desaparición emulando el fervor patriótico de quienes decía combatir— decidan renunciar a cualquier presencia relevante en Euskadi? ¿Qué proyecto de país es ese? La espantada de figuras como Sémper o Alfonso Alonso finiquita dramáticamente el último atisbo de sensatez de un PP vasco condenado a la irrelevancia por propia iniciativa. El regreso de Iturgaiz, con perlas de estulticia sangrante como ese “fasciocomunista” con el que definió al Gobierno de España, no es una buena noticia, y acentúa la soledad de un electorado menguante que ve desvanecerse cualquier opción política que apele a la razón como sustento de su discurso persuasivo. Pero, sobre todo, ¿dónde esta Patxi López hoy, cuando el juego gira hacia el reconocimiento jurídico de una nación de naciones que condena a la soledad política a tantos defensores cívicos de una democracia liberal, social y ciudadana? ¿Dónde está ese PSE que luchó por disputar la hegemonía del relato nacionalista? Porque quizá, lamentablemente, debamos recordar aquellas palabras de otros tiempos peores, pero también más claros: ni está ni se le espera.

Rubén Sáez es profesor de Narrativa en la Universidad de Nebrija e IED Madrid.

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