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Tribuna
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El último asesinato

Reconocer que la democracia derrotó a ETA es cuestión de verdad histórica y de pedagogía política

Luis R. Aizpeolea
El lehendakari, Iñigo Urkullu, y los consejeros del Gobierno Vasco participan en el Día Europeo de las Víctimas del Terrorismo,
El lehendakari, Iñigo Urkullu, y los consejeros del Gobierno Vasco participan en el Día Europeo de las Víctimas del Terrorismo, EL PAÍS

El 16 de marzo de 2010, ETA cometió su último asesinato. No tenía precedentes por su lugar, París, ni por su víctima, el gendarme Jean-Serge Nerin. Reveló su ocaso. Los diez años pasados certifican que el fin del terrorismo, declarado al año siguiente, se zanjó con éxito. ETA no ha vuelto a atentar ni a extorsionar ni a provocar desmanes callejeros. Ni Colombia ni Irlanda del Norte, con finales del terrorismo contemporáneos, pueden decir lo mismo. El de ETA fue un final limpio, sin escisiones ni concesiones políticas, como subrayó Alfredo Pérez Rubalcaba, entonces ministro del Interior.

Pero ese final limpio no lo comparte el PP de Pablo Casado, influido por José María Aznar. Rechaza que ETA fuera derrotada pues sostiene que está en las instituciones con EH-Bildu. Mientras, Vox y Mayor Oreja rayan el delirio al mantener que el Gobierno de Rodríguez Zapatero pactó con ETA y ERC el procés catalán.

Estas derechas han cambiado, a posteriori, las reglas de juego establecidas en los Pactos contra el terrorismo —los de Ajuria Enea y Madrid, de 1988, y el de las Libertades, de 2000— que compartieron AP y PP con la práctica totalidad de los partidos democráticos. Las reglas establecían que ETA desapareciera y su brazo político, hoy Bildu, aflorara legalmente como expresión no violenta del independentismo. Es lo que sucedió en 2011. El combate democrático unitario era contra el terrorismo; no contra el nacionalismo.

Zapatero terminaba su mandato cuando finalizó el terrorismo y Mariano Rajoy, líder opositor y virtual sucesor en la Moncloa, lo validó y reconoció que el Gobierno socialista no pagó precio político. Con esta actitud, Rajoy regresaba al consenso roto en 2006 cuando utilizó el proceso dialogado de Zapatero con ETA como arma opositora.

Rajoy gobernante desoyó al sector ultra del PP y a Rosa Díez que pretendieron ilegalizar Bildu. Tampoco gestionó el fin del terrorismo como le pidió Zapatero. Lo dejó al Gobierno vasco que acompañó a Bildu en el proceso de desarme y disolución de ETA, resuelto en 2018, pero sin lograr que reconociera la injusticia causada. Asimismo, impulsó el reconocimiento de todas las víctimas del terrorismo sin equiparaciones ni exclusiones así como su participación educativa en las aulas. Rajoy toleró el proceso.

Cabía esperar que con el relevo generacional del PP con Pablo Casado se avanzara en el consenso entre los dos partidos mayoritarios sobre el fin del terrorismo, cuya premisa es que la democracia derrotó a ETA, que admitió Rajoy. Pero Casado ha retrocedido. Lo cuestiona al identificar a Bildu con ETA, reavivando el uso partidista del terrorismo, presionado por Vox, y por un erróneo cálculo electoral al necesitar el Gobierno PSOE-Podemos de Bildu para lograr mayorías parlamentarias.

La otra cara del problema es Bildu. Desde que ETA rompió la tregua de 2006, los líderes abertzales trataron de convencer a sus bases para romper con la violencia etarra que les arrastraba al abismo por la firmeza del Gobierno socialista que les ofreció la disyuntiva; fin del terrorismo o desaparición política. En 2011 rechazaron el terrorismo en sus nuevos estatutos y lograron la legalidad, pero no la legitimidad democrática para gobernar al eludir la autocrítica por su pasada complicidad con ETA. Bildu sigue sin comprender el cambio desde el fin del terrorismo. Una mayoría de vascos celebra que las víctimas sean reconocidas y escuchadas tras el abandono que padecieron en los años de plomo.

Una de las excusas del inmovilismo de Bildu es la falta de reconocimiento por la derecha de su contribución al final del terrorismo así como el bloqueo en política penitenciaria —especialmente el alejamiento de presos de Euskadi—, atenuado desde que Sánchez gobierna. Hay una retroalimentación entre la sobreactuación electoralista del PP de Casado al identificar a Bildu con un terrorismo inexistente para atacar al PSOE gobernante, y el inmovilismo de Bildu con su ausencia de autocrítica.

El PP de Casado, alejado del pragmatismo de Rajoy, impide avanzar en un relato compartido sobre el final de ETA y las tareas pendientes. Podrían compartir que el final fue fruto del trabajo policial, judicial, internacional y la movilización social que lideraron todos los gobiernos democráticos. Pero de nada sirve si Casado mantiene que ETA vive en Bildu. Menos aún osa reflexionar sobre un hecho crecientemente reconocido como que la ruptura del proceso de diálogo de 2006 por ETA precipitó el final del terrorismo al enfrentarle con su brazo político.

Reconocer que la democracia derrotó a ETA, analizar su final rigurosamente, sin sectarismos, es cuestión de verdad histórica y de pedagogía política útil. De existir conclusiones claras sobre ese final se hubieran evitado algunos errores recientes, como en Cataluña. La ausencia de consenso bloquea, además, iniciativas necesarias para fortalecer una memoria justa como el reconocimiento público de referentes sociales contra ETA —los pioneros de Gesto por la Paz o Basta Ya, por ejemplo— y la reparación a quienes fueron vilipendiados por sentarse con ETA para facilitar su final. En definitiva, agrava la división y obstaculiza la convivencia.

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