Aprender de las crisis
Reclamamos, airados, medidas contra el peligro objetivo del coronavirus y contra nuestro propio miedo, pero que no nos cambien la vida
Esta vez nos toca a nosotros. Sociedades acolchadas pese a todas las crisis. Con sistemas sanitarios públicos robustos, pese a los recortes que ahora nos van a pasar la factura. Con todas las radios, las teles y las plataformas audiovisuales en todos nuestros dispositivos. Tan acostumbrados, creíamos, al ocio solitario y disgregador. Y entramos en pánico cuando se nos pide quedarnos en casa, salir menos, unos días, unas semanas. Y no hablo de los que están obligados a la cuarentena, sino de todos los demás, que un día arrasamos el supermercado y al día siguiente gimoteamos porque no nos dejan irnos de finde o celebrar una fiesta. Reclamamos, airados, medidas contra el peligro objetivo del coronavirus y contra nuestro propio miedo, pero que, por supuesto, no nos cambien la vida. Como niños mimados a los que todo se les debe, quizás porque en esta parte del mundo, venimos del mayor periodo histórico de paz y bienestar. Un poquito de pudor adulto, por favor.
Nadie sabe con exactitud hasta dónde llegará el alcance de esta crisis, desde ningún punto de vista. Ni sanitario ni económico ni en los hábitos sociales. Y por lo que vamos viendo, hacen falta medidas drásticas que los líderes políticos dan la impresión de ir tomando a tientas, moviéndose en terreno desconocido y calibrando la opinión científica con las consecuencias sociales. Pero los expertos no se cansan de explicar que para frenar al virus son imprescindibles ciudadanos que asuman su responsabilidad individual sin escaqueos ni histeria, en los gestos pequeños de higiene y en los sacrificios que estén por venir.
Asunto bien distinto es lo que ya está revelando esta crisis: el precario andamiaje en el que se sostiene la vida de las familias con hijos cuando no pueden tirar de los abuelos, o no se recomienda o no se tienen. Quince días, de momento, con los niños sin clase fuera del periodo vacacional pone patas arriba un modelo económico que sigue ciego y sordo a las necesidades de la vida más allá de los centros de trabajo.
Quizás cuando todo acabe hayamos aprendido mucho sobre las posibilidades de ahorrar no sólo en contaminación, costes de mantenimiento de las empresas y competitividad —que supongo que esto ya se está midiendo—, sino también sobre cómo hacer posible trabajar y atender el resto de la vida. @PepaBueno
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