Mala fe
La administración pública no es un púlpito ni una campaña electoral. Es un trabajo metódico, estratégico, que debe revisarse y replantearse continuamente
La fe, es decir, la capacidad de sostener como cierto algo que no necesariamente puede ser comprobado (y que, de hecho, ignorará cualquier clase de ejercicio de confirmación o desmentido, porque se basa en convicciones y emociones preexistentes y no en razonamientos verificables más allá de las meras teorías y deseos), es una característica indispensable para el pensamiento religioso. El alma, la vida después de la muerte, el juicio que compensará a los mansos y castigará a los pecadores, etcétera, son cosas imposibles de demostrar y, sin embargo, millones de personas las sostienen como verdades y, más aún: actúan tal y como si lo fueran. Y eso no se puede discutir, porque la fe y la realidad existen en niveles diferentes del pensamiento. No hay manera de decirle a alguien "tú no tienes fe en eso", por más absurdo que nos parezca.
El problema surge cuando la fe es llevada al mundo real por excelencia: la política. Porque ahí ya no se trata de creencias personales sobre asuntos intangibles y metafísicos, con las que, en el mejor de los casos (y excluyamos de aquí los fanatismos, pues la fe de la inmensa mayoría de los humanos es tibia) se puede convivir, incluso sin compartirlas. No: en política, la fe es un disparate y un peligro, porque hacer política en cualquier escala (desde el que vota hasta el que es elegido) basados en prejuicios, ocurrencias, punzadas, inclinaciones y emociones es un camino que solo conduce hacia un sitio: el desastre.
La política no se trata de escenificar los "ritos de paso" entre mundos ni de contar historias sobre los reinos celestiales, sino de administrar nuestros impuestos, nuestro marco legal, las corporaciones armadas que nos protegen o reprimen, el sistema de salud al que nos encomendamos y el de educación que tratará de formarnos, atraer y retener la inversión... A nadie le pasará nada si vive a espaldas de los preceptos religiosos (vaya: incluso los creyentes lo hacen, ya que ignoran los preceptos de todas las religiones que no sean la suya y se quedan tan tranquilos), pero de la política no podemos escondernos. Incluso los estados aparentemente más débiles tienen una injerencia descomunal en nuestras vidas. De ellos depende que, además de lo ya dicho, podamos, por ejemplo, casarnos, dar existencia legal a nuestra prole, registrar nuestras propiedades, iniciar un negocio y demás. Depende hasta que haya calles y que el tráfico en ellas corra en una cierta dirección. Si el aparato del estado se administra mediante pálpitos, consignas y "piensos", el sistema colapsa. La administración pública no es un púlpito ni una campaña electoral. Es un trabajo metódico, estratégico, que debe revisarse y replantearse continuamente para enfocarlo hacia donde se requieran mejores resultados.
Nuestros políticos, desde luego, exigen que se les tenga fe en vez de que se les analice y se les critique. Saben que eso les conviene, pues si llevamos el debate social y económico al terreno de las convicciones y los pareceres, no habrá hechos que puedan tocarlos y todo se tratará de que complazcan las emociones de las suficientes personas como para ganar o seguir en un cargo. Por eso claman para que confundamos sus discursos y promesas con hechos consumados y para que, simultáneamente, ignoremos los informes, estadísticas, testimonios y pruebas de sus incongruencias, mentiras, ineptitudes, descalabros y fracasos.
Muchos les creen. Por ello hay tantos que, incluso cuando tratan de ser críticos, dan por sentadas "buenas intenciones" que no tienen ningún viso de existir y extienden confianzas que no se basan más que en las ganas de que el político en curso, de algún mágico modo, asuma y refleje los propios sueños...
Pero no. Jamás hay que creer en discursos, promesas, "narrativas" y decálogos. Son los resultados y los hechos palpables los únicos que establecen quién es un político: si un buen gestor de la res publica o un mero demagogo. Y eso no suena demasiado sexi o épico, pero los países con mayores índices de desarrollo y menores de desigualdad tienen gobiernos autocríticos y eficaces, no sexis ni épicos. La misma curiosa diferencia que existe entre los ensueños y la realidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.