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Tribuna
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¿Crecer y distribuir?

La prioridad debería ser tomar medidas que favorezcan el crecimiento y concentrarse en garantizar la capacidad de ascensor social del sistema educativo eliminando la creciente discriminación que existe

Óscar Fanjul Martín
Eduardo Estrada

Hace poco fallecía Paul Volcker, el presidente de la Fed a quien los países desarrollados le debemos la derrota de la plaga de la inflación, tarea que en su día parecía imposible. Volcker defendió también la necesidad de una fiscalidad responsable y seguro que no se hubiera resignado a los excesos financieros que permitió su sucesor. Fue ejemplar servidor público y su conducta nos recuerda la importancia que para los políticos tiene contar con el criterio de tecnócratas competentes e independientes sin que ello signifique que sean éstos quienes establezcan los objetivos políticos. Pero la sociedad y los políticos necesitan que alguien les recuerde periódicamente que existen conflictos entre objetivos y que es necesario elegir entre ellos, primando unos y postergando o sacrificando otros.

En el caso de España no siempre hemos tenido en cuenta las restricciones a las que tiene que ajustarse la política económica. Un ejemplo de ello es lo sucedido con el crecimiento de nuestro endeudamiento como país. Hacia 2008 los déficits por cuenta corriente de España llevaban años batiendo récords mundiales y el crédito crecía a tasas superiores al 20%, cifra imposible de mantener sostenidamente y que siempre presagia dificultades. El saldo por cuenta corriente de la balanza de pagos muestra cómo varia el endeudamiento de un país con el resto del mundo y es la variable fundamental que mide sus desequilibrios macroeconómicos. España no prestó especial atención a estos déficits, pero el resto del mundo sí lo hizo y cuando consideró que nos había prestado demasiado cortó de golpe la financiación. Ello provocó la consiguiente crisis de crédito y el comienzo de un largo periodo de contracción económica. Como le gustaba recordar a Rudi Dornbusch, las crisis financieras comienzan lentamente, pero luego estallan de golpe.

Hoy existe preocupación general por la fragilidad del crecimiento europeo, por las dificultades que tenemos para equilibrar nuestras cuentas públicas y, en fin, por el riesgo de una nueva crisis o shock que nos sorprendería en una situación muy vulnerable pues nuestro arsenal de instrumentos de política económica es muy escaso (ver En las actuales circunstancias; EL PAÍS 17-9-2019). Se dice que no hubo rescate, pero lo que seguro no hubo fue suficiente ajuste.

En la actualidad se barajan diversas propuestas de redistribución y mejora social, pero no medidas que tiendan a mejorar el proceso de asignación de recursos, a aumentar la productividad del capital y del trabajo y, en definitiva, a potenciar el crecimiento del país y de su renta per cápita. Los objetivos pueden ser correctos, pero las medidas propuestas equivocadas. Hay propuestas que podrían funcionar en una economía cerrada, pero en absoluto lo harán en una economía abierta.

El desarrollo del Estado del bienestar en los ochenta fue posible por un esfuerzo de modernización económic

Convendría recordar la experiencia internacional y la nuestra propia. El importante desarrollo del Estado del bienestar en España a partir de los años ochenta, fue posible porque simultáneamente se llevó a cabo un notable esfuerzo de modernización de nuestra economía, espoleado por los objetivos de entrada en el Mercado Común, en el Mercado Único y, posteriormente, en el euro. Sin la ejecución de esas políticas de mejora de la estructura productiva no hubiera sido posible financiar el gasto del Estado del bienestar que se construyó. Querer redistribuir sin prosperidad, sin crear riqueza, es divisivo socialmente y difícilmente sostenible a largo plazo por las resistencias políticas y sociales que inevitablemente generará.

Entre las ideas que hoy se proponen figura la de reformar el sobrediagnosticado mercado de trabajo, pero, entre otras cosas, reduciendo su flexibilidad y la capacidad de las empresas para organizar la producción. Tampoco las medidas que tienen que ver con el mercado de la vivienda, con las operaciones financieras o con los mercados de capitales, por citar solo algunas, van en la dirección de fomentar la producción o la inversión en una economía como la española, uno de cuyos problemas es un insuficiente stock de capital. En algunos casos las medidas tienen objetivo recaudatorio, pero entorpecen las transacciones económicas. El caso de la vivienda es un ejemplo de objetivos razonables, pero de propuestas equivocadas. Existe un problema de accesibilidad a la vivienda, pero su encarecimiento se debe al colapso de los tipos de interés, que ha tenido el mismo impacto alcista en los precios de todo tipo de activos, acciones, bonos… y también a limitaciones de la oferta, pero el problema no se corrige con los controles en los contratos de alquileres que se barajan. Convendría fijarse en los efectos que ya están teniendo en Berlín los controles de renta recientemente introducidos.

Sería conveniente evitar las políticas de escaparate con medidas que reafirman una identidad ideológica

En general, las medidas propuestas tienden a aumentar los costes, lo que no es una gran ayuda para competir globalmente, y la única forma de compensarlo es mediante aumentos de productividad. Los aumentos de costes son ciertos, cómo mejoraremos la productividad está menos claro.

Pueden existir razones políticas y sociales para las subidas practicadas del salario mínimo, pero, si se continúa con subidas agresivas y homogéneas geográficamente, convendría no engañarnos y no creer que éstas no tendrán un impacto negativo, y no solo, sobre los niveles de empleo. Lo veremos antes de lo que muchos creen.

Para conciliar las políticas sociales con las de reducción de deuda y déficits, los aumentos de impuestos pueden ser inevitables, pero no debería subirse la fiscalidad sin antes analizar en detalle qué tipo de impuestos elevar, fijándose particularmente en los que gravan el gasto, y convendría acabar con el socorrido recurso de que aumentar la actual imposición sobre el capital es siempre algo justo y positivo, sin valorar sus implicaciones negativas, y sin una seria reconsideración de la estructura del gasto público.

Conviene también tener en cuenta las posibles contradicciones de algunas de las propuestas fiscales que se barajan pues, por ejemplo, se dice que se quiere apoyar a los emprendedores, pero simultáneamente se olvida que la fiscalidad relevante para estos es la del capital, que se propone aumentar.

En las actuales circunstancias la prioridad debería ser reducir la incertidumbre y convencer de la eficiencia del liderazgo de la política económica. Sería un error que políticas sociales que son justificables y necesarias se mezclaran con otras que conducen a desmontar reformas que han contribuido a mejorar la productividad de nuestra economía, o reincidir en políticas que repetidamente han mostrado sus efectos perniciosos. Sería conveniente evitar políticas de escaparate en las que se toman determinadas medidas simplemente por reafirmar una identidad ideológica o se dejan de tomar otras por la misma razón.

Si un objetivo es una mejor distribución de la renta, la prioridad debería ser tomar medidas que favorezcan el crecimiento y concentrarse en garantizar la capacidad de ascensor social del sistema educativo eliminando la creciente discriminación que existe en nuestro país entre los niños y los jóvenes de distintos grupos sociales.

Al parecer, a Olof Palme le gustaba insistir en la importancia que tenía que los jefes de Gobierno apoyaran plenamente a sus ministros de Economía, en general y frente al resto del gabinete, aunque, eso sí, solo en un 90%. En las actuales circunstancias tal vez ese 90% podría ser escaso.

Óscar Fanjul es economista.

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