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Columna
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Sabe Dios

Si la divinidad tiene que ser racional y los clérigos alguaciles de nuestras costumbres, mejor prescindir de ellos y cambiar su prepotencia por profesores y policías

Fernando Savater
Bertrand Russell, alrededor de 1965.
Bertrand Russell, alrededor de 1965. Getty Images

La religión se parece a los toros en que las polémicas que suscita son casi tan antiguas como la cosa misma. A comienzos de este siglo hubo una nueva ofensiva en la vieja guerra: en el ámbito anglosajón aparecieron varios libros desafiantemente ateos o, mejor, antirreligiosos, firmados por ensayistas mediáticos. Causaron cierto revuelo entre gente poco aficionada a los debates teóricos y se ganaron imprudentes condenas eclesiásticas que vinieron muy bien a sus editores. En 2007, cuatro conspicuos cruzados sin cruz (Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Daniel Dennett y Sam Harris) mantuvieron un amistoso coloquio sobre sus ideas antiteológicas, simplificando al máximo los argumentos (Los jinetes del apocalipsis, editorial Arpa). Todos son herederos del viejo Bertrand Russell y su ¿Por qué no soy cristiano?, añadiendo meandros anecdóticos a su arsenal, pero no siempre captando bien la ironía del maestro. Conclusiones: en el campo racional, la ciencia es imbatible por cualquier teología y los dogmas religiosos no favorecen la conducta moral mejor que una sana decencia laica, a veces todo lo contrario. Victoria por goleada del club ateo. Sin duda se lo merecen los crédulos, mejor que creyentes, que se toman al pie de la letra las Escrituras y pretenden que la Biblia derrote en su campo a Scientific American.

Para atender a una parturienta es mejor un manual de obstetricia que Bécquer o Rilke, pero eso no quita que los líricos también enseñen verdades sobre el amor. ¿No es más provechoso leer la religión en clave poética, como quiso Santayana, que científica o legal? Si la divinidad tiene que ser racional y los clérigos alguaciles de nuestras costumbres, mejor prescindir de ellos y cambiar su prepotencia por profesores y policías... Pero quizá a ratos orar al vacío: “¡Dios de lo imposible, sálvanos de lo necesario!”.

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