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Tribuna
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La lucha por la judicialización de la política

La jurisdicción constitucional y la ordinaria han controlado la política de un modo antes impensable

Agustín Ruiz Robledo
 Isabel Celaá anunció el mes pasado que su ministerio recurriría por vía judicial el pin parental.
Isabel Celaá anunció el mes pasado que su ministerio recurriría por vía judicial el pin parental.Jesús Hellín (EUROPA PRESS)

Hace 2.500 años los romanos no tenían leyes escritas y se regían por la costumbre, que los cónsules y el Senado manipulaban a su antojo. Por eso, los tribunos de la plebe reivindicaron durante años la redacción de leyes escritas que limitaran ese poder arbitrario de los patricios. Lo consiguieron con la Ley de las Doce Tablas. Así, la República romana logró un gran progreso en lo que andando el tiempo se conocería como el Estado de derecho.

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Hubo que esperar más de milenio y medio para un nuevo triunfo en la lucha por el derecho: la Carta Magna inglesa de 1215 que dice en su artículo 39, todavía vigente: “Ningún hombre libre será detenido, ni preso, ni privado de su propiedad a no ser en virtud de un juicio legal de sus pares y según la ley del país”. La revolución inglesa del siglo XVII continuó con esta lucha por el derecho y produjo los otros dos grandes textos históricos del constitucionalismo inglés: la Petition of Right de 1628 y el Bill of Rights de 1689. Sobre estas sólidas bases se construyó un vigoroso Gobierno parlamentario y un eficaz sistema de derechos de los ciudadanos garantizado por el sistema judicial, el rule of law. A finales del año pasado tuvimos ocasión de ver hasta qué punto los tribunales ingleses controlan el poder arbitrario del Gobierno: cuando el conservador Boris Johnson prorrogó las vacaciones veraniegas del Parlamento para así evitar que se aprobara una ley contraria a su posición sobre el Brexit, la decisión fue recurrida y el Tribunal Supremo consideró el cierre “ilegal, nulo y sin efecto” en su sentencia de 24 de septiembre de 2019.

El final del siglo XVIII vio las dos grandes revoluciones de Estados Unidos y Francia, que produjeron textos para limitar el poder político de tanto valor simbólico y normativo como la Constitución americana de 1787 y la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En el siglo XIX los americanos avanzaron mucho más que los europeos en la judicialización de la política: su Tribunal Supremo decidió en su celebérrima sentencia Marbury contra Madison de 1803 que los tribunales americanos podían controlar la constitucionalidad de las leyes. Gracias a esta judicialización de la política, el pasado octubre cinco juzgados federales suspendieron la aplicación de un decreto ley de Trump que cambiaba los criterios legales para conseguir la nacionalidad norteamericana en perjuicio de los pobres.

A principios del siglo XX fue abriéndose paso en Europa la idea de que el modelo americano de judicialización de la política tenía más ventajas que el sistema europeo de separación de poderes y ausencia de control jurisdiccional de la ley, la decisión política por excelencia en un sistema democrático. Por eso, tras la Segunda Guerra Mundial casi todos los Estados democráticos de Europa occidental crearon tribunales constitucionales y cuando cayó el telón de acero igual hicieron los de Europa oriental. Por si no era suficiente, se creó en 1950 un Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuyas sentencias muchas veces suponen un duro correctivo a los políticos nacionales, como hemos podido ver este mismo mes de enero cuando el Tribunal ha condenado a Lituania porque sus autoridades se negaron a investigar un ataque en Internet a una pareja homosexual (sentencia de 14 enero de 2020, caso Beizaras contra Lituania).

La decisión del Gobierno de recurrir judicialmente el 'pin parental' nos tranquiliza a los que pensamos que las autonomías no pueden saltarse la ley

La España democrática se sumó con pasión a esa ola de judicialización de la política con la creación de un Tribunal Constitucional. Y no pocas de sus sentencias en las que corrige normas y decisiones políticas han merecido el caluroso aplauso de las fuerzas progresistas. Por ejemplo, cuando declaró que no se podía exigir a los diputados que usaran literalmente la fórmula de acatamiento de la Constitución porque ese rigorismo excesivo ataca el derecho de participación (STC 74/1991); o cuando anuló un buen número de los artículos que había recurrido la Generalitat de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (STC 14/2018). Pero no solo la jurisdicción constitucional ha controlado la política de un modo impensable en el siglo XIX, sino que también lo ha hecho la jurisdicción ordinaria, anulando indultos tan escandalosos como el otorgado por el Gobierno de Rajoy a un kamikaze que mató a otro conductor en Valencia (STS 5997/2013) y el otorgado por el de Zapatero a un ilustre banquero (STS 165/2013).

En 1872 el gran jurista liberal Rudolph von Ihering escribió La lucha por el derecho, una reivindicación del esfuerzo “eterno” para controlar el poder arbitrario. Por eso, al afirmar que hay que desjudicializar la política, el nuevo Gobierno de Sánchez nos ha sorprendido a todos lo que pensábamos que aún se puede progresar en el control de algunas zonas oscuras del poder. Todavía no ha tenido tiempo de explicar qué significa exactamente eso, pero su decisión de recurrir judicialmente el pin parental establecido por la región de Murcia nos tranquiliza a los que pensamos que no puede significar permitir que las autonomías se salten la ley. Ahora solo hace falta que demuestre esa misma voluntad de defender el ordenamiento jurídico democrático tous azimuts, en todas las direcciones del mapa autonómico.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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