Australia: incendios cada vez más destructivos
Europa suma enteros para vivir episodios similares a los que sufren ahora los australianos. El centro y la fachada atlántica tienen cada vez más el clima considerado óptimo para que se desarrollen megaincendios
Australia arde como nunca desde que hay registros y lo hace reiteradamente desde octubre de 2019. Es cierto que habitualmente se queman millones de hectáreas a lo largo de su periodo estival, pero nunca sufrió incendios tan intensos y destructivos como los que arrasan los Estados de Nueva Gales del Sur y Victoria.
El fuego se mueve a velocidades de propagación increíbles, que superan las 10.000 hectáreas por hora durante periodos de 12 horas, y alcanzan intensidades térmicas equivalentes a casi 150 veces la bomba atómica de Hiroshima. Estas gigantescas intensidades térmicas e inusuales velocidades de propagación ya se dieron en los megaincendios forestales que describimos por primera vez en Chile y Portugal en 2017 que continuaron en Argentina, Sudáfrica y California en 2018 y en Bolivia y Siberia en 2019. Pero lo que realmente ha venido a dar proporciones bíblicas al episodio que se vive en Australia es su duración. En Portugal se extendió durante dos días; en Bolivia, durante mes y medio, pero Australia lleva ya tres meses y aún queda la parte más dura, larga y crítica del verano austral.
Hablábamos en anteriores ocasiones de las generaciones de incendios como forma de definir su evolución. El abandono rural tuvo una primera consecuencia sobre el paisaje, la extensión del matorral que dio continuidad al combustible, lo que hizo que los incendios fueran cada vez más grandes y afectaran a mayores superficies (primera generación). La acumulación del combustible tuvo, a su vez, una consecuencia añadida, la velocidad de los incendios (segunda generación), a la que, al multiplicarse, se añadió otra más, la intensidad (tercera generación). A estas generaciones respondimos organizando los servicios de extinción, dotándoles de medios cada vez más eficaces.
Pero el fuego siguió evolucionando y aparecieron nuevas generaciones: la cuarta, caracterizada por producirse en zonas de interfaz urbano forestal, y la quinta, que añadió simultaneidad en zonas densamente habitadas, lo que nos obligó a cambiar la emergencia. En unas décadas hemos pasado de vivir del bosque a tener que defendernos de él.
Nunca habíamos tenido incendios tan grandes ni tantos recursos para atajarlos. La realidad, sin embargo, es bien tozuda y nos está dejando claro que si no gestionamos el paisaje y mantenemos la renuncia a su aprovechamiento sostenible, los incendios no tienen límite.
Nuestros bosques están inmersos en un proceso de cambio. El aumento de la continuidad, el incremento de la carga de vegetación, la pérdida de diversidad en las estructuras forestales y la aridez hacen que los bosques estén activos durante más tiempo y, por tanto, gasten más, pero tienen menos alimento, es decir, se debilitan. Nacieron en una situación climática diferente y en ella se desarrollaron, pero el clima actual, y el que nos viene, impedirá que los bosques que hemos conocido puedan vivir en los espacios forestales que ahora ocupan.
Si no gestionamos el paisaje y mantenemos la renuncia a su aprovechamiento sostenible, los incendios no tienen límite
Entre los factores de cambio, la aridez marca la diferencia con respecto a los considerados grandes incendios en décadas anteriores. Ese es el caso de Australia, que, como todos los territorios susceptibles de sufrir megaincendios, está en una zona de transición climática. En estas zonas el calentamiento global debilita los bosques, que tenderán a ser sustituidos por otros mejor adaptados a las nuevas condiciones. Y son los bosques jóvenes los que más dificultades encontrarán para sobrevivir a las nuevas situaciones extremas. Los bosques maduros, en cambio, son más resistentes, y los paisajes ordenados y diversos, más resilientes a los incendios, lo que nos da una idea bastante clara del camino a seguir en el futuro de la gestión forestal.
Pensábamos que el cambio climático traería más calor, lluvias torrenciales y situaciones extremas, pero nunca creímos que nuestros bosques se debilitarían y serían susceptibles de sufrir grandes plagas, tormentas e incendios. Pero plagas enormes, como la del bark beetle, con mortalidad de millones de hectáreas en Canadá o en Siberia; grandes tormentas de viento con millones de hectáreas de árboles tumbados, y grandes incendios, megaincendios o teraincendios devastadores en diferentes partes del planeta dejan ya poco espacio a la duda.
Los incendios son la parte más visible y dramática de esa oleada de cambio. Estamos de lleno en la sexta generación, caracterizada por incendios capaces de alterar la atmósfera a mesoescala, más rápidos, intensos, destructivos y grandes que los que conocíamos, simplemente porque disponen de más combustible, este es más homogéneo y ocupa mayor superficie en bosques debilitados.
La superficie recorrida en 12 horas por las llamas en los megaincendios habidos desde el de Chile en 2017 muestra una clara evolución creciente, siendo mayores los sufridos en los últimos meses. Sugiere este hecho un proceso acumulativo, consecuencia del calentamiento global, que aún hay que demostrar con más datos. Pero ya podemos concluir que los megaincendios, que llevan más de cinco millones de hectáreas arrasadas en Australia, acelerarán la sustitución de los ecosistemas conocidos a escala continental (la superficie total quemada en Australia supera los 11 millones de hectáreas, pero la mitad son incendios en sabana, con poca trascendencia medioambiental).
¿Esta evolución tan clara puede afectar a Europa? La respuesta es sí. De hecho, los incendios de Portugal en 2017 definieron este fenómeno en nuestro continente, al confirmar lo observado en Chile. Pero Portugal es el país mediterráneo que más quema, siendo el más húmedo. Y es así porque la combinación de inviernos suaves y húmedos, seguidos de veranos tórridos, favorece la acumulación de combustible disponible para arder.
Los veranos de 2018 y 2019 han dejado en Europa récords de temperatura extrema. La cuenca mediterránea se seca, pero es el centro de Europa y toda su fachada atlántica la que, como Portugal, se parece cada vez más al clima que consideramos óptimo para que se desarrollen episodios de megaincendios o teraincendios: inviernos suaves y húmedos seguidos de veranos tórridos.
Con estos antecedentes, y con el continente casi al 60% de continuidad forestal, Europa suma enteros para vivir episodios similares a los que sufre ahora mismo Australia. Y en Europa, la interfaz urbano-forestal es extensa y extrema, con superpoblación, a diferencia de Bolivia o Australia.
Enfrentarse a estos incendios en nuestro continente sería catastrófico. Los medios necesitarán defender tantas zonas habitadas que no podrán ocuparse de las llamas.
Vamos tarde, y en algunos casos es posible que ya no lleguemos, pero invertir en gestión del paisaje, ordenación forestal y bioeconomía circular es quizá el único camino que nos permitirá anticiparnos al proceso de adaptación a estos fenómenos sin tener que sufrir los temibles megaincendios.
Australia, por ejemplo, mantiene más de 150 millones de hectáreas de bosque, sin aprovechamiento y en serio peligro de desaparecer pasto de las llamas, que podrían cubrir buena parte de su demanda energética. Si aquel país decidiera aprovechar de manera sostenible sus excedentes de vegetación, frenaría el avance del cambio climático y disminuiría notablemente la magnitud de sus incendios forestales futuros. Ya no pueden esperar más. Ni Australia, ni tampoco Europa.
Los bomberos forestales y los modernos medios de extinción disponibles son la respuesta a las llamas, pero no son la solución. Ante emergencias de las magnitudes descritas, si no creamos paisajes en los que puedan defenderse, poco más van a poder hacer que poner en riesgo sus vidas.
Francisco Castañares Morales fue director de la Agencia del Medio Ambiente de la Junta de Extremadura. Marc Castellnou Ribau es ingeniero de Montes.
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