Las penas de nuestro Código Penal
El sistema punitivo es muy riguroso e impone elevadas estancias en prisión en muy diversos delitos
España posee una de las tasas de criminalidad más bajas de Europa, lo que en realidad también quiere decir del mundo. Ello no nos ha de hacer olvidar que tenemos que mejorar bastante la persecución de ciertos delitos, entre los que destacan los relacionados con actividades empresariales o con la corrupción pública y privada. Y que se han de proseguir los esfuerzos, en gran medida exitosos, contra la delincuencia terrorista, de tráfico ilegal de personas y mercancías, o de género, entre otros.
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Pero, si nos preguntamos por cuál es el verdadero asunto político-criminal pendiente de resolver en España y que nos diferencia de otros países de nuestro entorno, la respuesta es fácil. Nuestro sistema punitivo es muy riguroso, en especial por las elevadas penas de prisión que impone en muy diversos delitos. En claro contraste con nuestra baja tasa de criminalidad, es sencillo comprobar que nuestra tasa de encarcelamiento, pese a los descensos registrados en los últimos años, es una de las más altas de Europa occidental. Si tenemos poca delincuencia y, por tanto, pocos delincuentes a los que poder aplicar, en su caso, la pena de prisión, ¿cómo es que tenemos tan alta tasa de encarcelamiento? Porque imponemos penas de prisión muy largas. La estancia media de nuestros internos en las prisiones españolas duplica, a veces triplica, a la de la mayoría de nuestros vecinos de Europa occidental.
Creo que es hora de abordar esta anomalía española, que no se justifica por nuestras necesidades de lucha contra la delincuencia. Es preciso emprender una ambiciosa reforma de nuestros niveles de punición, encaminada a reducir la duración de las penas de prisión impuestas. Ahora bien, esa reforma debe realizarse mediante unos criterios político-criminales meditados y coherentes.
Disponemos de unas penas máximas de prisión que, además de innecesarias, contradicen los principios básicos de una sociedad solidaria
En primer lugar, debemos asegurarnos de que las penas que podrían sustituir a las penas de prisión menos graves tienen suficiente entidad para lograr los fines preventivos de la delincuencia que perseguimos con cualquier pena. Y eso no está garantizado hoy por hoy. El ejemplo más llamativo, entre varios, es el de la pena de multa. Fue diseñada en 1995 para que se graduara en función de los ingresos del culpable, de modo que tuviera capacidad para hacer descender significativamente su nivel de vida. Sin embargo, dejando al margen los casos de delincuentes de muy escasos recursos, en un gran número de supuestos las rutinas judiciales la han convertido en una pena inoperante, cuando no ridícula.
En segundo lugar, disponemos de unas penas máximas de prisión que, además de innecesarias, contradicen los principios básicos de una sociedad solidaria. Me refiero a la pena de prisión de 40 años, a la que se puede llegar mediante un concurso de delitos, y a la pena de cadena perpetua, mal llamada prisión permanente revisable. Además, diferentes previsiones penitenciarias endurecen desproporcionadamente el cumplimiento de algunas penas de prisión. Los integrantes del actual Gobierno de la nación se pronunciaron reiteradamente en contra de la cadena perpetua hace no mucho. Esperemos que no se escuden en la postergada decisión del Tribunal Constitucional, por lo demás imprevisible, para no derogar unas penas que solo encuentran justificación en sentimientos vindicativos.
En tercer lugar, la disminución de las penas de prisión no puede realizarse de manera lineal, indiferenciada. Debemos proseguir con el afán, iniciado en 1995, de lograr que el derecho penal sea imparcial. Quiero decir que la gravedad de la reacción penal debe acomodarse al daño social que la conducta delictiva causa. Y aún estamos lejos de eso. En consecuencia, es razonable afirmar que la delincuencia llamada de los poderosos, como delitos socioeconómicos, contra la Administración pública, contra las instituciones del Estado… no precisa reducciones de pena tan relevantes como las que necesitan otros delitos significativamente llamados comunes, y que son más frecuentes en los sectores socialmente menos favorecidos.
En este sentido, resulta llamativa la incoherencia de algunas propuestas político-criminales de actualidad. El actual Gobierno insinúa que deberían reducirse las penas de algunos delitos contra las instituciones del Estado, delitos que afectan a la convivencia democrática de todos los ciudadanos y que se realizan usualmente por actores políticos en una situación privilegiada. Simultáneamente, anuncia una reforma de los delitos sexuales cuyo principal rasgo, a juzgar por las propuestas legales hasta ahora conocidas, no es una nueva estructura —en mi opinión, equivocada— de los delitos de agresión y abuso sexuales, sino un draconiano aumento de las penas de prisión, ya muy altas, previstas para esas conductas. Mientras tanto, parece que la reforma legal que habría de abolir la cadena perpetua ha salido de la agenda política de este Gobierno.
Necesitamos reducir la duración de las penas de prisión en nuestro ordenamiento penal. Y eso reza en principio para todos los delitos. Pero sería deseable que ese plausible objetivo político-criminal no resultara manipulado, una vez más, por intereses políticos coyunturales y sesgados.
José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Málaga.
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