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TRIBUNA
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El ‘no es no’

En 20 años se ha modificado la tipificación de los delitos sexuales cinco veces. Asistimos a la demolición del modelo de derecho penal sexual basado en la protección de la libertad sexual individual a favor de otro cada vez más moralista y autoritario

José Luis Díez Ripollés
RAQUEL MARIN

La actual configuración de los delitos sexuales solo puede entenderse desde la radical transformación que experimentaron con motivo del cambio registrado en las costumbres sexuales en las últimas décadas del siglo XX. Se descartó como interés social a proteger una determinada moral sexual y se puso en primer plano la protección de la libertad sexual individual. Los delitos contra la honestidad pasaron a ser los delitos contra la libertad sexual y el nuevo Código Penal de 1995 constituyó uno de los mejores exponentes, imitado por otros ordenamientos, de esa orientación. Este enfoque, sin embargo, pronto se cuestionó por sectores sociales conservadores, quienes ya desde 2003 y con una notable aceleración en los últimos tiempos consiguieron, con mucha frecuencia aprovechando sucesos mediáticos, que se produjeran sucesivas y rigurosas reformas que han terminado desnaturalizando la estructura original de estos delitos. La reincorporación de componentes moralistas, singular aunque no exclusivamente referidos a la sexualidad de menores y adolescentes, ha sido una constante. Baste citar como ejemplo la elevación del límite de edad para que un menor pueda consentir cualquier actividad sexual, por mínima que sea, la cual ha pasado de los 12 a los 16 años.

En relación con las conductas que implican contacto corporal, singularmente acceso carnal, la legislación española fue especialmente coherente. Decidió clasificar los diversos comportamientos delictivos en función de la gravedad del atentado a la libertad sexual que supusieran, criterio que adquiría mayor importancia que la clase de acción sexual realizada. En ese sentido estableció una escala que se iniciaba con el uso de violencia, a la que seguían la intimidación, víctima menor de edad, víctimas con déficits cognitivos permanentes o temporales, el prevalimiento, el engaño, terminando con los supuestos en los que simplemente no se contaba con el consentimiento de la víctima. Esa escala de conductas se repartió entre dos grupos de delitos, los de agresiones y abusos sexuales y, para evitar connotaciones que distrajeran del punto esencial, la gravedad del ataque a la libertad, se eliminó el término violación, que ya no calificaba a delito alguno. Más tarde, dentro de la regresión ya señalada, se reintrodujo para calificar las dos primeras variantes de atentado a la libertad.

Luego, dada la estructura de estos preceptos, poner el énfasis en que cualquier acceso carnal no consentido debe ser calificado como violación no es más que un malentendido o una mera cuestión terminológica.

¿Estamos dispuestos a castigar igual un beso que un acceso carnal no consentidos?

En lo que sigue reflexionaré sobre las demandas que, con motivo del llamado caso La Manada, se están formulando a favor de que cualquier acceso carnal no consentido sea juzgado del mismo modo, sin tener en cuenta la diversa gravedad del ataque a la libertad sexual de la víctima. Lo que se conoce como el no es no. Propuesta que, entiendo, se quiere hacer extensiva al resto de conductas sexuales no consentidas.

Dejo fuera de consideración un análisis, siquiera sucinto, del fallo de la sentencia en cuestión, no sin antes afirmar que no se merece las sumarias descalificaciones que está sufriendo por la resolución de un caso ciertamente difícil y discutible.

Mi tesis es que la eliminación de las graduaciones en los atentados a la libertad sexual dará lugar no solo a un derecho penal sexual superficial, carente de matices, sino a un derecho penal sexual moralista, que fácilmente terminará siendo autoritario.

En primer lugar, la desconsideración de la diversa entidad del ataque desnaturaliza el propio concepto de libertad sexual, pues si todo atentado a la libertad sexual merece el mismo juicio, conductas leves y graves, el valor libertad sufre un proceso de banalización. En contra de lo que pudiera parecer, la absolutización de la mera ausencia de consentimiento no lleva a una mayor protección de la libertad sexual, sino a su difuminación como elemento determinante. Si da igual cualquier afección a la libertad, las distinciones se trasladan a la clase de comportamiento sexual realizado, como en el viejo derecho penal sexual. Será la naturaleza de la acción sexual, no la importancia del atentado a la libertad, lo que marcará la diferencia. ¿O estamos dispuestos a castigar igual un beso que un acceso carnal no consentidos?

En segundo lugar, la decisión de no graduar los ataques a la libertad promueve un nuevo avance en la moralización del derecho penal sexual. La cuestión es por qué no debemos ponderar los ataques a la libertad sexual, pese a que graduamos los ataques a otros intereses tan importantes como la vida (asesinato, homicidio, homicidio consentido), la integridad personal, la libertad ambulatoria (detención, secuestro), la intimidad, el patrimonio (hurto, robo) y tantos otros intereses básicos. La respuesta parece ser que la actividad sexual, sin duda componente esencial de la autorrealización personal, es además una actividad peligrosa, tabuizada, cuya práctica se ha de observar con atención y desconfianza. De ahí que la condena de su ejercicio involuntario no admita matices, sea inconmensurable. En ese sentido es un interés superior a la vida, la integridad personal, la libertad en general, la intimidad… Es justamente esa actitud desconfiada hacia la sexualidad la que está detrás de todas las reformas moralistas experimentadas por el derecho penal sexual en los últimos años.

En tercer lugar, la decisión de no graduar el atentado a la libertad sexual infringe el principio de proporcionalidad, según el cual la gravedad de las sanciones ha de guardar proporción con la gravedad de la infracción. Y ello no solo porque permite castigar del mismo modo conductas de muy distinta importancia. También porque da lugar a un incremento pronunciado e injustificado del nivel de castigo de todos estos delitos. Pues, naturalmente, la igualación de penas tiene lugar por arriba, imponiendo la pena ahora prevista para la conducta más grave a todas las demás.

Algunos opinantes han urgido estos días una nueva reforma de los delitos sexuales, pese a que ya han experimentado cinco notables reformas en menos de 20 años. Incluso se describe la situación actual de caos normativo. Coincido con esta última apreciación. En realidad, más que de caos, se puede hablar de una progresiva demolición del modelo de derecho penal sexual basado en la protección de la libertad sexual individual a favor de otro cada vez más moralista y autoritario. Y la llamativa pero simple propuesta del no es no puede conducir a reforzar esa reciente evolución.

Por lo demás, estos días hemos podido ver, una vez más, el aprovechamiento de las emociones y sentimientos de la población por parte de una mayoría de nuestros portavoces políticos. La novedad es la incorporación a ese gremio de agitadores de pasiones de numerosos periodistas. Sin duda en ambos colectivos hay excepciones, pero solo son eso, excepciones. Mientras eso ocurra me temo que será imposible desarrollar una política criminal razonable, en la que se delibere con datos y argumentos sobre las decisiones legislativas más adecuadas a los diversos problemas penales.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.

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