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Columna
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La paradoja de Popper

El arte asume en la sociedad, como los sueños en los individuos, la regulación y la liberación de las pulsiones que en la vigilia nos negamos a examinar

Enric González
Gabriel Rufián durante la presentación de candidatos de Esquerra Republicana el pasado mes de abril.
Gabriel Rufián durante la presentación de candidatos de Esquerra Republicana el pasado mes de abril. getty images

El otro día, en este medio, Mario Vaquerizo decía que “pasamos de una dictadura franquista y ahora estamos en la dictadura de lo políticamente correcto”. Por un lado, no comparemos lo incomparable. Por otro, creo que este señor tiene su punto de razón si al hablar de lo “políticamente correcto” se refiere a la epidemia de moralismo que sufren las sociedades desarrolladas.

No solo confundimos la ética (racional y de aspiraciones universales) con la moral, que es como el culo (cada uno tiene el suyo), que ha sido siempre un estandarte de las dictaduras (regeneración moral y demás) y que, en su estadio más elevado, emana de tal o cual religión; exigimos además que nuestra moral particular se convierta en patrón de los comportamientos colectivos.

Esta epidemia tiene efectos particularmente insidiosos en el ámbito de lo artístico. Cada uno, faltaría más, tiene derecho a rechazar las obras de tal o cual creador porque sus ideas le parecen repugnantes. Si alguien quiere privarse de las novelas de Patricia Highsmith (racista) o del fascinante Viaje al fondo de la noche, de Louis-Ferdinand Céline (nazi), o cerrar los ojos ante una pintura de Caravaggio (asesino), o no ver películas de Polanski (acusado de violar a una menor y fugitivo de la justicia estadounidense), o escupir sobre los poemas de Neruda (que llamó a Stalin “el más humano de los hombres”), allá él o ella. Lo peligroso es el llamamiento al boicoteo. Y lo inaceptable es la creciente voluntad prohibicionista, cuyo reflejo más estúpido se percibe en la dificultad de Woody Allen para estrenar películas en su propio país.

El asunto no es trivial. Alguien por lo general tan lúcido como George Orwell alertó en 1943 de que el arte reflejaba inexorablemente las ideas de su creador, y de unas ideas inaceptables surgía un arte inaceptable. Trasladándolo todo a la política, debemos enfrentarnos a la célebre paradoja de la tolerancia descrita por Karl Popper: si una sociedad es infinitamente tolerante, acabará siendo destruida por los intolerantes. Por recurrir a un ejemplo que sonará inverso a algún lector, al político independentista Gabriel Rufián le ha caído la del pulpo (desde su propio ámbito ideológico) por entrevistar a personas de derechas y españolistas como Arcadi Espada o Xavier García Albiol.

A mí me ha gustado la iniciativa de Rufián. Me parece inteligente, incluso en términos electorales. En política, con algún que otro reparo, soy de los que, como Thomas Jefferson, creen en el mercado libre de las ideas (otra cosa son los actos) y en una tolerancia prácticamente infinita. No me conformo con que el libro de Adolf Hitler, Mi lucha, se encuentre en las librerías: quiero que Hitler pueda presentarse a las elecciones (sin sus matones en la calle, por supuesto).

En cuanto al arte, me atengo a lo obvio: tanto el nazismo como el comunismo (y, a nivel más cutre, el franquismo) prohibieron y censuraron a mansalva y fomentaron, cada uno en su estilo, un arte “moral” sin ningún valor. ¿Qué debemos hacer nosotros? ¿Prohibimos Muerte en Venecia o Lolita por su contenido pedófilo? El arte asume en la sociedad la misma función que los sueños desempeñan para el individuo: la regulación y la liberación de nuestras pulsiones más complejas, esas que están ahí y que en la vigilia nos negamos a examinar. ¿Qué hacemos? ¿Empezamos a extirparnos trocitos de cerebro?

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