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Columna
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Democracia imitativa

Putin es quien tiene el poder soberano y constituyente. De ahí que pueda cambiar la ley cuando la ley le señala la puerta de salida

Lluís Bassets
Putin y Medvedev en una reunión este miércoles en el Kremlin.
Putin y Medvedev en una reunión este miércoles en el Kremlin.ALEXEI NIKOLSKY (REUTERS)

Vladímir Putin fue elegido y nombrado por Yeltsin en 1999. Primer ministro de entrada, luego directamente presidente. Nadie abandona el poder por su propio pie una vez se ha alcanzado. Al menos en el Kremlin. Todas las elecciones posteriores fueron amañadas.

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Solo él tiene el poder soberano y constituyente. Situado por encima de la ley, cuando la ley le señala la puerta por una limitación de mandatos, cambia la ley. Lo ha hecho varias veces, la última esta semana, en un espectáculo único de esa democracia imitativa que viene siendo Rusia desde el primer día, es decir, desde el primer golpe de mano constitucional, el que dejó a Gorbachov sin Estado para que Yeltsin se convirtiera en el nuevo zar, en 1991, con la disolución de la Unión Soviética.

El pasado miércoles pronunció el discurso del Estado de la Unión, imitación de la ceremonia análoga que se celebra anualmente en Washington. Anunció un paquete de reformas constitucionales para asegurarse su futuro a partir de 2024, cuando termina el segundo mandato de su segunda tanda presidencial. Recordemos que entre la primera de 2000 a 2008 y esta segunda iniciada en 2012, fue primer ministro del presidente Medvedev, un cargo entonces también imitativo. Medvedev es ante todo obediente: presidente entonces para guardarle la presidencia ante la prohibición de tercer mandato, ahora dimite como primer ministro para facilitarle las reformas constitucionales.

Nadie imita mejor que Rusia y nadie imita mejor que Putin. Según Ivan Krastev y Stephen Holmes, autores de La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz (Debate), se trata de “una imitación vengadora” que, además de legitimar la autocracia, quiere desacreditar la democracia occidental. Más que amañadas, las elecciones son imitativas, es decir, la imitación de unas elecciones. Todos saben que no hay alternativa y que los resultados se fijan en el Kremlin. Los tecnólogos políticos rusos son tan buenos que ya se han convertido en una industria exportadora, con clientes tan notables como Donald Trump. Su casa madre es la Lubianka, el edificio que alberga los servicios secretos, donde se formaron Putin y la actual élite dirigente.

La reforma pasará por las urnas, naturalmente. Pero ya sabemos el resultado. Con 20 años en las espaldas, tantos episodios turbulentos, cadáveres en los armarios y dinero fraudulento en las cuentas ocultas, nadie abandona el poder sin más, ni se arriesga a una sucesión descontrolada. Putin nació de una preocupación idéntica, la de Yeltsin.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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