Trump casi provoca una guerra con Irán
La actitud irreflexiva del presidente, espoleado por sus halcones, ha tenido graves consecuencias
Los tensos y peligrosos intercambios recientes entre EE UU e Irán dicen mucho acerca de la política exterior del presidente Donald Trump. Básicamente, que no hay tal política. Se toman decisiones de peso sobre la base de reacciones viscerales y de impulsos frecuentemente contradictorios; por ejemplo, buscar un acuerdo y al mismo tiempo amenazar con usar la fuerza. La única visión o filosofía general, si la hay, es que Trump quiere evitar otra guerra larga y costosa. Y sin embargo, casi provoca una por su torpeza.
Durante la campaña para la presidencia, Trump prometió repatriar las fuerzas estadounidenses, y a veces se abstuvo de responder a provocaciones, en particular, de milicias con respaldo iraní en todo Oriente Próximo. Esto inspiró en los iraníes —y en casi todos— la falsa creencia de que seguiría poniendo la otra mejilla. Pero entonces algunos miembros del Partido Republicano y, lo más importante, comentaristas de Fox News empezaron a tildarlo de débil. Y decir eso de Trump es peligroso: su presidencia es la prueba de por qué no hay que elegir a una persona insegura.
La relación entre EE UU e Irán está peor que nunca, y tras la muerte de Soleimani, el que más ha perdido es el primero
Otra característica de la política exterior de Trump es que está rodeado por una camarilla de mediocres: no hay nadie con visión de largo alcance, ningún pensador estratégico creativo, ningún espíritu independiente. Ha nombrado cuatro asesores de seguridad nacional en tres años, dos secretarios de Defensa, dos secretarios de Estado... y otros muchos puestos clave en política exterior siguen vacantes. Esto transmite una lección clara: el único modo de durar con Trump es no contradecirlo. Y esta deferencia incondicional es mucho más problemática con un presidente que sabe muy poco y carece de curiosidad.
Mike Pompeo, el petulante secretario de Estado, tiene fama de ser el más consumado adulador de Trump entre sus asesores principales. Es un locuaz exponente de la vertiente congresista que quiere un “cambio de régimen” en Irán. Después del asesinato de Qasem Soleimani se ha sabido que Pompeo ya venía presionando a Trump para que tomara esa decisión. Cuando Trump finalmente decidió ordenar la operación que el 3 de enero mató al segundo dirigente político más importante de Irán, ya tenía un equipo de colaboradores más cohesionado y menos inclinado que sus antecesores a oponerse a los deseos del presidente.
No habiendo declaración de guerra contra Irán, la muerte de un funcionario extranjero en un ataque con dron en territorio iraquí puede haber sido ilegal. Pero esas sutilezas no preocupan a Trump: todo indica que tomó la decisión sin analizar posibles consecuencias. El sistema de seguridad nacional instituido durante la presidencia de Eisenhower con el objetivo de evitar medidas imprudentes de esa naturaleza es hoy disfuncional o inexistente, y el presidente tiene cada vez más poder. Y cuando ese presidente es inestable, el mundo entero tiene un problema muy grave.
De hecho, que se haya evitado (por muy poco) una guerra total con Irán se debió a que los dirigentes iraníes fueron más sagaces que Trump. La mayor pérdida de vidas en este peligroso episodio la causó el trágico derribo de un vuelo civil ucraniano que acababa de despegar del aeropuerto de Teherán (murieron las 176 personas a bordo). Las autoridades de aviación iraníes habían dado al avión permiso para partir unas tres horas después del ataque misilístico iraní contra bases iraquíes usadas por tropas estadounidenses. Esta represalia por la muerte de Soleimani, cuidadosamente calibrada (no hubo víctimas), era la señal de que los iraníes querían detener la peligrosa escalada. Una guerra contra EE UU la perderían, pero tienen sobrados medios para dañar activos estadounidenses. Un aliviado Trump aceptó el mensaje.
El Congreso, inquieto, exigió al Ejecutivo un informe de las razones para matar a Soleimani y la incapacidad de presentar una explicación clara le estalló en la cara a Trump. Eso, sumado al habitual desprecio de la Administración de Trump hacia el Congreso y el deber constitucional de sus miembros de exigirle cuentas, y al hecho de que declarar una guerra es prerrogativa constitucional del poder Legislativo, alentó una iniciativa de los congresistas para limitar los poderes bélicos del presidente en relación con Irán. Pero es difícil que la Cámara y el Senado se pongan de acuerdo en cómo hacerlo, por no hablar de idear una medida que sobreviva al veto presidencial.
En tanto, la relación entre EE UU e Irán está peor que nunca, y tras la muerte de Soleimani, el que más ha perdido es EE UU. Irán anunció que ya no respetará límites a su programa nuclear, lo que reduce el tiempo estimado que necesita para desarrollar una bomba atómica de los casi 15 años cuando asumió Trump a apenas cinco meses. Al mismo tiempo, crece la presión para que Washington retire sus tropas de Irak (lo que siempre buscó Soleimani).
Aunque Trump canta victoria hay señales de que la opinión pública no se lo está creyendo. Una mayoría piensa que el episodio menoscabó la seguridad de EE UU, y es posible que no se equivoque: aunque por ahora las hostilidades con Irán (y sus numerosos intermediarios) se han calmado, pocos creen que dure.
Elizabeth Drew es periodista y escritora.
Traducción de Esteban Flamini.
© Project Syndicate, 2020.
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