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Pensándolo bien
Columna
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El Gandhi rijoso

Nada ha movido el talante conciliador del presidente. Ni Trump y sus provocaciones, ni los gobernadores de oposición, ni la prensa crítica con y sin razón, ni los policías inconformes

Jorge Zepeda Patterson
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, en Sonora, al norte del país.
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, en Sonora, al norte del país. ALFREDO ESTRELLA (AFP)

El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador es un pendenciero falso, un camorrista ficticio. Invariablemente está dispuesto a subirse al ring con un nuevo adversario, siempre y cuando no se llegue a los golpes. La precisión es importante porque gran parte de la opinión pública ha comprado la noción de que se trata de un hombre intrínsecamente rijoso, conflictivo por naturaleza. Pero si se revisa su práctica política a lo largo de los primeros trece meses de Gobierno se observará justamente lo contrario. Una vocación pacifista que en ocasiones, incluso, puede llegar a exasperar a sus críticos. Tal es el caso, por ejemplo, en los que miembros del Ejército o de la Guardia Nacional son retenidos por la fuerza por parte de colonos que se sienten agraviados; cuando se suscita el bloqueo de carreteras, vías de tren o acceso a recintos legislativos y aeropuertos por parte de manifestantes. Una y otra vez, el presidente ha insistido en que nada se arregle por la fuerza y sí por la negociación.

Muchos asumieron que el planteamiento de campaña de López Obrador de otorgar una amnistía a delincuentes por delitos menores y la promesa de no perseguir peces gordos de la corrupción del pasado obedecía a la búsqueda de alianzas y votos. Se decía que, una vez en el poder, desencadenaría el resentimiento acumulado por tantas décadas de oposición agraviada y lanzaría una cacería de brujas en contra de sus enemigos históricos. Se daba por descontado que sus llamados a una república amorosa formaban parte de una narrativa calculada para contradecir a los que afirmaban que era un peligro para México.

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Sin embargo, lo que hemos visto ha sido un Gobierno que opera sin recato en tomar lo que le ofrecen sus muchos recursos políticos, pero con una enorme capacidad para desmantelar conflictos puntuales. En tal sentido, ha resultado un camorrista engañoso y, ciertamente, anticlimático.

En algunos escenarios se daba por descontado que tras un año de Gobierno de López Obrador, el país estaría en el caos, producto de la desestabilización provocada por una miríada de conflictos sociales. Lo que hemos visto una y otra vez es una praxis política refractaria a la represión y al antagonismo en el terreno físico.

Ni Trump y sus provocaciones, ni los gobernadores de oposición y sus protagonismos, ni la prensa crítica con y sin razón, ni los policías inconformes, ni los líderes campesinos decididos a colapsar las vías publicas, ni las marchas feministas o de comerciantes ambulantes con provocadores que dañan el patrimonio. Nada ha movido el talante conciliador del presidente.

Él sigue peleándose todos los días con la prensa que a su juicio distorsiona sus acciones y propósitos o con los conservadores que resisten y boicotean los cambios de la 4T, pero retira las manos cuando tales quejas pueden convertirse en un conflicto. Y ni que decir de la luna de miel, absolutamente inesperada, que sostiene con Donald Trump a pesar de las obvias condiciones objetivas que llevarían a una colisión permanente con el abusivo vecino (tema ya abordado en este espacio).

En medios críticos se habla una y otra vez del autoritarismo de Andrés Manuel López Obrador. No obstante, el tema es mucho más complejo que eso. Se trata de una rigidez propia de quien acuña ideales inamovibles, la obstinación cebada en los principios de alguien que está convencido de ser el depositario de una misión histórica, el compromiso no negociable de hacer justicia al pueblo. Pero no es una rigidez que se alimente de un rasgo personal de carácter autoritario.

Basta observar en detalle algunas sesiones de la conferencia de prensa abierta que sostiene todos los días, la llamada “mañanera”. Durante hora y media se somete a las preguntas sin cortapisas de los reporteros que se dan cita en Palacio Nacional; un grupo variopinto en el que abundan paleros que tratan de hacer méritos, pero también periodistas profesionales que hacen las preguntas incómodas. Hay necios y protagonistas del micrófono con intervenciones tramposas, farragosas, demagógicas, amarranavajas o simplemente que repiten lo que se preguntó el día anterior. A todas ellas el presidente escucha de pie y responde pacientemente (demasiado he pensado en más de una ocasión). Podría uno entender que una persona intolerante y autoritaria resistiera la tentación durante algunas sesiones y fuera capaz de fingir una ecuanimidad que no tiene. Pero tras casi 300 "mañaneras" y más de 7.000 preguntas sin un exabrupto o un coscorrón verbal tendríamos que comenzar a entender que pese a la vehemencia de sus convicciones políticas, el hombre está dotado de un carácter naturalmente pacífico.

El ascenso a la presidencia y la enorme acumulación de poder alcanzada por López Obrador en tan corto tiempo, es un fenómeno complejo. Por lo mismo, críticos y adversarios tendrían que darse cuenta que los epítetos simplistas no ayudan a aquilatar lo qué hay detrás de este fenómeno. El resentimiento y el odio al presidente impiden entender que la prédica de una república amorosa, después de todo, no es una narrativa calculada sino la expresión de un rasgo de su personalidad. ¿Una rusticidad anacrónica? Quizá, pero indispensable para comenzar a entender quién es López Obrador, por qué llegó allí y a dónde va su 4T.

@jorgezepedap

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