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Columna
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En memoria de Amos Oz

Pasó de ser un niño frágil y desarraigado a ser el hombre cuya sabiduría y personalidad le otorgan autoridad, solidez y liderazgo a ojos de millones de personas, en Israel y en todo el mundo

David Grossman
Eva Vázquez

Amos fue mi maestro, mi amigo.

Aproximadamente una vez al mes, salía por la mañana temprano de mi casa a las afueras de Jerusalén para ir a su casa de Ramat Aviv. Allí, él me hacía “el mejor café de la ciudad”, según él, y nos sentábamos a charlar.

No estoy seguro de que fuera el mejor café de la ciudad, pero, desde luego, era la mejor compañía.

Hablábamos de la situación del país, que parecía no tener solución. Hablábamos del sueño y de cómo ese sueño estaba haciéndose añicos. De los libros que habíamos leído. De otros autores. De los libros que estábamos escribiendo, de las frustraciones y del bloqueo del escritor. Y hablábamos de nuestras familias. De nuestros nietos y el mundo que estábamos dejándoles.

No me fue fácil ganarme su confianza. Creo que su experiencia vital le enseñó a ser algo suspicaz, o al menos precavido, al relacionarse con la gente. En nuestros primeros encuentros, se sentaba en un sillón frente a mí, pero con el cuerpo y el rostro vueltos hacia otro lado. Escuchaba muy poco y hablaba mucho. Básicamente, me daba lecciones. Sin embargo, en cada reunión posterior, se giraba unos centímetros hacia mí. En cada reunión, sermoneaba menos y hablaba —y escuchaba— cada vez más.

Y cuando, por fin, se sentó mirándome de frente, comprendí que había empezado a confiar en mí.

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Tenía cierta grandeza, cierta nobleza. Incluso con quienes le atacaban. Era una nobleza un poco anacrónica, como del siglo XIX. Eso no quiere decir que fuera un hombre sin deseos terrenales, intensos impulsos o demonios dostoievskianos. Y sé —como amigo y como lector— cuánto luchaba con ellos. Pero, a través de los años, sus libros fueron transmitiendo la sensación de que había alcanzado una especie de equilibrio interno, una claridad que le permitía soportar con verdadera fuerza la complicada, exigente y envolvente carga de “ser Amos Oz”.

Y no era fácil para él ser Amos Oz. Ser un hombre al que acudían personas de todo el mundo, buscando su consejo, escuchando en silencio cuando hablaba. Veían en él a un maestro y un líder, incluso un profeta. No era fácil para él ser la persona en la que tanta gente proyectaba tantas cosas: sus deseos más profundos, sus esperanzas y decepciones, todo lo que estaba enmarañado y sin resolver.

No era fácil ser el blanco de olas de amor y admiración que casi lo idolatraban. Alzarse contra los ataques llenos de odio y la demonización que lanzaban quienes pensaban que la escritura de Amos les prometía algo y que esa promesa nunca se hacía realidad. Los ataques de amigos desilusionados que se volvían enemigos.

Al fin y al cabo, la idolatría y la demonización son dos caras de la misma deshumanización, y Amos estaba muy familiarizado con sus perjuicios, con esa posición en la que se encontraba: o dejarse atrapar por el relato que habían proyectado sobre él unos desconocidos, o convertirse en cautivo de su propio relato interno. Qué difícil es sortear ambas cosas sin perder nuestra humanidad, una humanidad privada, íntima y auténtica. Cualquiera que conocía a Amos lo percibía: a veces es necesario un esfuerzo sobrehumano para vivir como ser humano. Y un esfuerzo aún mayor para ser un mentsch.

Y, tal vez por encima de todo, le había sido difícil reconstruirse sobre las ruinas del niño cuya madre se quitó la vida. Pasar de ser aquel niño frágil y desarraigado a ser el hombre cuya sabiduría y personalidad le otorgan autoridad, solidez y liderazgo a ojos de millones de personas, en Israel y en todo el mundo.

Cualquiera que conocía a Amos lo percibía: a veces es necesario un esfuerzo sobrehumano para vivir como ser humano

Pienso en Amos el escritor, y en Amos el portavoz, y en qué tenía su escritura que lograba levantar a sus lectores, agitarlos, sacudirlos y despertarlos.

Pienso en sus personajes de ficción, pero también en las personas reales a las que conoció y documentó. Por ejemplo, el viaje que hizo por Israel en el otoño de 1982, y que engendró uno de sus mejores libros, En la tierra de Israel. Cuando leemos esta narración, nos ocurre lo mismo que a innumerables lectores de Una historia de amor y oscuridad: tenemos la sensación de que estamos tocando algún esquivo secreto encerrado en los cimientos de la existencia de Israel. Es difícil definir ese secreto con palabras: una especie de vibración interminable, espiritual y consciente. La vibración de un antiguo recuerdo y de traumas increíbles que todavía no se han digerido ni entendido por completo. Un sentimiento de inseguridad profunda y existencial que está unido a una especie de satisfacción y confianza en uno mismo excesivas y precipitadas. Sobre todo, creo, es la vibración de un terrible dolor, de miles de años de antigüedad, que no tiene consuelo. El dolor de una nación perseguida y odiada que fue casi aniquilada. Qué desasosiego causa leer todo esto en un libro. Y qué difícil es vivirlo.

Cada escritor, cada persona, destaca señales y símbolos de su vida que aparentemente, por su personalidad y sus circunstancias, está destinado a buscar y también a encontrar. Desde esta perspectiva, los libros de Amos, en especial Una historia de amor y oscuridad, son el claro reflejo de la biografía familiar del autor; con sus facciones políticas e ideológicas, sus impulsos y sus contradicciones.

Esas fuerzas son las que hacen que los libros y los personajes de Amos, tanto ficticios como reales, sean tan relevantes y emocionantes. Al fin y al cabo, los auténticos fanáticos, a ambos lados del mapa político, son los únicos seguros de estar en posesión de la verdad absoluta y de que pueden negar cualquier parte de la realidad que no encaja en su visión del mundo y sus deseos. Pero Amos, en su vida y tal vez en la propia estructura de su alma, contenía todos los extremos, las contradicciones, los opuestos y todo lo demás. Despertaban constantemente algo en él, le hablaban, le atraían y le seducían.

Los auténticos fanáticos, a ambos lados del mapa político, son los únicos seguros de estar en posesión de la verdad absoluta

Y, aunque a veces pensáramos que Amos conocía su conclusión ya antes de iniciar el viaje, él regresaba y llegaba a ella solo después de exponerse a un contenido tóxico que provocaba dentro de él el horror y la conmoción, la vergüenza y la culpa. Provocaba todos esos sentimientos dolorosos porque ya existían dentro de él. No podía negarlo del todo: para refutar aquello sobre lo que escribía parecía que tenía que negar algo que había dentro de él, en las raíces de su alma.

En cada uno de sus libros, Amos Oz expresaba una actitud ética, política y claramente humana, y nosotros, los lectores, recorríamos con él todo el proceso. Experimentábamos una gran variedad de emociones e ideas, impulsos y deseos que capturaban incluso nuestras propias abominaciones, las que sabemos que son distorsiones y deficiencias “de familia” desde hace generaciones. Gracias a Amos y su talento sin par, pudimos afrontar esas abominaciones, nos dejamos quemar e incluso tentar por ellas. Y también sentimos las dudas con las que se documentan. A veces nos distanciábamos de él: a veces, parecía un personaje de uno de sus libros, ese ser virtuoso, razonable y racionalista que nos frustraba y a veces nos exasperaba. Por su impotencia y su incapacidad de mejorar nuestra complicada y terrible existencia.

Este era Amos el escritor, el pensador. El líder.

Pero quiero añadir unas líneas sobre Amos la persona.

En una ocasión me dijo: “De joven odiaba a mi padre, porque creía que era él el responsable de que mi madre se hubiera suicidado. Y luego odié a mi madre, porque ¿cómo podía haberme hecho algo así? ¿Cómo pudo salir de casa sin decir adónde iba? Ella era la que nos exigía a todos nosotros que, cada vez que saliéramos, dejáramos una nota debajo del jarrón diciendo exactamente dónde íbamos...”.

A veces parecía un personaje de uno de sus libros, ese ser virtuoso, razonable y racionalista que nos frustraba y nos exasperaba

“Y, sobre todo, me odiaba a mí mismo”, decía Amos, “porque, si mi madre se había suicidado, yo no debía de ser merecedor de su cariño. ¿Cómo era posible? Hasta las madres de los nazis querían a sus hijos, ¿y mi madre no me quería a mí?”.

“Solo cuando tuve a mis propios hijos empecé a sentir compasión por mis padres y a quererlos. Solo entonces pude comprenderlos. Y, cuando escribí Una historia de amor y oscuridad, en realidad, me sentí un poco padre de mis padres’”.

Para nuestro último encuentro, aproximadamente un mes antes de que falleciera, me pidió que llevara a mi esposa, Michal. Y esa ocasión fue diferente a las anteriores. Amos estuvo en plenitud: divertido, ingenioso, irónico, brillante. La presencia femenina le hacía esponjarse. Habló de su juventud en el kibbutz Hulda y de sus estudios universitarios. Hizo una gran imitación del filósofo Hugo Mergmann.

Sobre todo, no habló de su enfermedad, que a esas alturas era ya crítica. Se limitó a decir: “El arquitecto del cuerpo era un genio, pero el contratista escatimó en materiales”. Michal y yo nos reímos, pero Amos vio mi expresión y dijo: “No me compadezcas. He tenido una gran vida. Mucho mejor de lo que podía imaginar. Tengo unos hijos cariñosos, tengo a Nili, mi querida esposa. Mis libros se leen en todo el mundo. He recibido mucho más de lo que se puede pedir a la vida”.

Un año sin Amos.

David Grossman es escritor.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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