La semana en la que los duques de Sussex pusieron contra las cuerdas a Isabel II
La reina de Inglaterra ha pedido medidas inmediatas y concretas para evitar un caso similar al de Wallis Simpson o Lady Di tras la decisión del príncipe Enrique y Meghan Markle de dejar la familia real
El secreto para entender la indignación que determinadas conductas públicas provocan está en dar con la traducción más precisa de expresiones autóctonas. Muchos británicos creen que el príncipe Enrique y su esposa Meghan Markle han pretendido “have the cake and eat it” (quedarse con el pastel y comérselo a la vez). En español vendría a ser algo así como “nadar y guardar la ropa” o, si se quiere algo más costumbrista, “estar en misa y repicando”. Paradójicamente, el capricho irresponsable de su nieto, al pretender desvincularse de sus responsabilidades como miembro de la familia real, pero mantener los títulos y recursos económicos que le corresponden, ha colocado a Isabel II en una posición más delicada —algo casi imposible— que la infame entrevista a la BBC del príncipe Andrés, en la que intentó justificar sus oscuras relaciones con el millonario y pedófilo estadounidense, Jeffrey Epstein.
En el segundo caso, la respuesta fue drástica, pero relativamente simple. Se trataba de condenar al aislamiento público a una figura escandalosa en su comportamiento pero anodina en su proyección política; desfasado respecto a su tiempo —“No puedo evitar que en mis actitudes prevalezca siempre un sentido del honor”, dijo—, pero ansioso porque tanto él como sus hijas sigan pintando algo en el teatro de la monarquía.
Enrique y Meghan, por el contrario, despiertan una fascinación innegable en el público —ya sea para despreciarlos o defenderlos— y su voluntad de desmarcarse de la disciplina de Buckingham para “forjar un nuevo papel progresista en el seno de la institución” (según anunciaban en su comunicado) encierra un potencial quebradero de cabeza para los Windsor. La principal misión de la monarquía británica es asegurar su supervivencia y para ello resulta útil echar mano de las lecciones del pasado. En el caso del efímero Eduardo VIII, que abdicó por su amor incondicional a la divorciada estadounidense Wallis Simpson, se optó por un vacío despiadado que condenó a ambos a vagar por el mundo como parias. Con Lady Di, en una época en la que Isabel II entendió que la opinión pública era un factor ineludible, las medias tintas de la respuesta solo contribuyeron al deterioro de la situación.
Por eso, más allá de la irritación expresada a través de vías indirectas en las últimas horas, la reina ha ordenado que se busque una solución rápida y concertada. En una serie de llamadas telefónicas a cuatro bandas, Isabel II (desde el palacio de Sandringham), Carlos de Inglaterra (en Escocia), el príncipe Guillermo (en su residencia de Kensington) y el propio Enrique, la monarca ha reclamado un acuerdo y ha convocado para este lunes a todos ellos en Sandringham.
La decisión, ya anticipada, de permitir a la pareja que preserve sus títulos reales, convierte las negociaciones de un asunto que nunca pudo ser exclusivamente familiar en un tratado multilateral a pequeña escala. Buckingham querrá imponer los límites y las obligaciones de la pareja. Una pretensión más enfocada en lo que no pueden hacer que en lo que estará permitido. El heredero, Carlos de Inglaterra, ya ha anunciado que no está dispuesto a dar un cheque en blanco a sus ansias de libertad. De los pingües beneficios que produce anualmente el Ducado de Cornualles (la sociedad agropecuaria y de gestión de derechos de casi 550 kilómetros cuadrados de terreno), Enrique obtuvo el pasado año casi 6 millones de euros. Y se lleva más de la mitad de los otros 6 millones que asigna conjuntamente, a él y a su hermano el duque de Cambridge, el presupuesto real. Sería iluso pensar, además, que su retiro a “América del Norte” (se sobrentiende que vivirán entre Canadá y California) les aísle de una prensa que estará más ávida que nunca por reflejar sus andanzas. La ministra del Interior, Priti Pattel, responsable última de la seguridad de la familia real, deberá calibrar los riesgos y el impacto público del presupuesto que se asigne para una escolta permanente de la Policía Metropolitana. Y los gobiernos de Canadá y Estados Unidos tendrán algo que opinar ante el permanente dispositivo que deberá desplegarse en sus respectivos territorios.
“Su Majestad no tiene la opción de mantenerse neutral y esperar a que todo este embrollo se diluya. Su principal compromiso es con la corona y con sus súbditos. Tiene mucho menos margen de actuación que la mayoría de nosotros a la hora de perdonar la inmadurez o los gestos impulsivos de los miembros más jóvenes de su familia”, escribía esta semana el periodista y político Patrick O´Flynn en el semanario The Spectator, la referencia obligada para entender a la clase que hoy gobierna el Reino Unido.
Meghan Markle ya está en Canadá. Regresó tres días después de contribuir al incendio que ha sacudido a la monarquía británica en el comienzo de 2020. Todo apunta a que Enrique la seguirá en breve. En su discurso televisivo navideño, Isabel II ya les había eliminado del juego de fotografías que adornaban su escritorio. A sus 93 años, parecía respirar tranquila ante un heredero, Carlos de Inglaterra, que parece haber asentado su derecho al trono después de años de dudas y vaivenes, y ante un príncipe Guillermo que, junto a Kate Middleton y sus tres hijos, representa la postal perfecta a la que todos los monárquicos aspiran. Buckingham ha vuelto a demostrar, con su reacción a la maniobra de Enrique y Meghan, que solo admite los aires de modernidad en ráfagas pequeñas y controladas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.