Confianza para gobernar
Tras dos convocatorias electorales y sin una alternativa política que resulte realista, el sistema político da pruebas de una erosión preocupante
Los ciudadanos ya manifestaron sus preferencias de voto en las elecciones del 28 de abril y las confirmaron en las del 10 de noviembre. De ambas citas electorales, la única certeza que cabe apuntar es la confianza que los ciudadanos han otorgado al PSOE como única fuerza política capaz de liderar la formación de un gobierno. Esta circunstancia, lógicamente, no ha pasado desapercibida para quien tiene el mandato constitucional de otorgar a un candidato el encargo de afrontar la investidura. Le corresponde ahora a la presidenta del Congreso de los Diputados fijar la fecha para la sesión de investidura. ¿Hasta cuándo es razonable esperar sin dañar irremediablemente el procedimiento? ¿Debe la presidenta limitarse a «esperar» o podría adoptar algún tipo de iniciativa que dotara de más contenido a su función?
No es fácil ofrecer una respuesta clara a estas preguntas. Con todo, es obvio que la realidad política española de los últimos años demanda extremar la atención sobre estas y otras cuestiones vinculadas con la formación de gobierno. La sesión de investidura es un debate parlamentario que tiene como función «otorgar» la confianza. No es la función constitucional de la investidura «denegar» la confianza al candidato en los términos que sorprendentemente dejó caer el Rey en su discurso del pasado 24 de diciembre. La confianza se deniega a quien ya es presidente mediante la moción de censura. Las ocasiones recientes en las que quien tuvo el encargo de formar gobierno no logró ser elegido presidente, no desmienten lo alejado que resulta al espíritu constitucional imaginar sesiones de investidura planteadas en términos de disyuntiva política: otorgar o denegar la confianza.
Además del propósito que encierra la sesión de investidura, también es oportuno no olvidar el objeto sobre el que este debate debe versar. Así, conviene tener claro que en la investidura no está en cuestión, como parecen sugerir algunos pronunciamientos recientes, ni el perímetro de lo constitucionalmente aceptable, ni cómo articular un frente a favor de la unidad de España, ni tampoco la mejor defensa de un indeterminado interés general. El debate de investidura tiene como finalidad algo tan simple, pero tan valioso en términos democráticos, como someter a la confianza de la cámara el programa que determinará la acción de un gobierno arropado por la legitimidad que proyecta ser la expresión de una mayoría suficiente. También la investidura permite conformar, con la misma legitimidad, la agenda política de la oposición.
2019 agota sus últimos días a la espera de que quien ha sido propuesto como candidato a la Presidencia por el Rey pueda presentar públicamente y con detalle los acuerdos a los que haya llegado y, en su caso, abordar con garantías de éxito la investidura. Tras dos convocatorias electorales y sin una alternativa política que resulte realista, el sistema político da pruebas de una erosión preocupante. No parece que exista otra forma de afianzarlo que no sea facilitando ya la puesta en marcha de un gobierno, aunque no sea el que nos hubiera gustado.
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