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Columna
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Parturienta

Nuestra preñez va a acabar siendo una decisión heroica que muestra de la dificultad titánica de las mujeres para parir y vivir

Marta Sanz
Una mujer embarazada, en la habitación de un hospital.
Una mujer embarazada, en la habitación de un hospital.Getty Images

El niño Dios ya ha nacido y la Virgen María, en infinito día de la marmota, debe de sufrir una barbaridad. La veo con la panza enorme, montada en la burra de medio lado, caminito de Belén, un lugar que queda a tomar por saco de Nazaret. A unos 115 kilómetros. Un poco más que la distancia recorrida por algunas parturientas canarias para llegar al hospital. Han transcurrido 2020 años. Las mujeres ya no suelen parir rodeadas de bueyes y mulas, que pronto serán exterminados de la Tierra por otras razones, haciendo bueno el dicho de que no sabemos si es mejor el remedio que la enfermedad y recordándonos que siempre hablamos de lo que nos llevamos a la boca o de lo que expulsamos por nuestros agujeros. Escatologías. Después de tantos aprendizajes, Alba Reyes temió dar a luz en la autopista y Ademuz lleva sin paritorio desde 1976. Ante el cierre del paritorio de Verín, el alcalde de Lubián reacciona: “Zamora quédanos a mais dunha hora e media, a 140 quilómetros, e Ourense igual. ¡Tenemos que pedir un convénio a Portugal para ir a Braganza…!”.

Ultraderechistas, machirulos y ultracatólicos —perdón por la redundancia— nos llaman terroristas. Causamos un apocalipsis nacional: el descenso demográfico —tenemos los muslos apretaditos— deriva en la pérdida de una españolidad empañada por la invasión de inmigrantes que violan y asesinan, no trabajan bajo los plásticos ni regentan bares donde, con ejemplar sentido de la integración cultural y del negocio, preparan excelentes callos a la madrileña. Sin embargo, las mujeres cada vez lo tenemos más difícil para parir: el cierre de paritorios ejemplifica el desmantelamiento de una sanidad pública, que la derecha fomenta en beneficio de intereses privados. Se pone en riesgo la salud de mujeres, guardianas del milagro de la vida, pero tratadas como bestias que soportan el dolor en beneficio de todos. Las mujeres que deciden no procrear merecen respeto: igual que los hombres que deciden lo mismo. Las mujeres que deciden procrear también merecen respeto, y todos los cuidados de sus seres queridos y su sistema sanitario. Yo soy egoísta. No quise traer criaturas al mundo por miedo a la sangre, las contracciones, la episiotomía. Ni siquiera el advenimiento de la epidural alivió mis obcecaciones, boicoteadoras del sistema y la civilización occidental, devolviéndome a mi abnegada naturaleza de mujer que cumple con su mandato biológico, ayuda al desarrollo económico y evita el desembarco de inmigrantes indeseables que, además de saturar nuestros servicios públicos de salud, traen enfermedades exóticas. Es tarde para dejar de ser monstrua: por mucho compromiso político que yo asumiera dándole hijos e hijas a este gran país, no podría hacerlo porque mi fertilidad sería más milagrosa que la concepción de María. Si además envenenan nuestros ovarios con emanaciones contaminantes, no facilitan la conciliación, nos pagan menos o nos echan por quedarnos embarazadas, colocan los paritorios públicos a 70 kilómetros y en los privados nos programan una cesárea sí o sí, nuestra preñez será una decisión tan heroica que multiplicará la necesidad de generar una épica que no hable de guerras y honores funerales, sino de la dificultad titánica de las mujeres para parir y vivir.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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