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Columna
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Ingeniería inversa

Los protocolos que hemos desarrollado para restringir las armas nucleares, químicas y biológicas no nos sirven para gestionar el nuevo armamento virtual

Javier Sampedro
Un 'hacker' se infiltra en un sistema informático.
Un 'hacker' se infiltra en un sistema informático.RITCHIE B. TONGO

Imagina que eres un vendedor de armas y, como es natural, deseas maximizar tus beneficios y consolidar mercados a medio plazo. Una buena estrategia es venderle una docena de lanzamisiles a la república de Freedonia, que desea exterminar a su fastidiosa e inoportuna oposición interna. Tarde o temprano, a Freedonia se le acabarán los misiles, se le oxidarán los lanzamisiles y tendrá que comprarte una nueva remesa. Es un negocio con visión de futuro, que supone para las empresas occidentales unas exportaciones de 72.000 millones de euros anuales.

Pero hay un nuevo tipo de arma que no entra en esa contabilidad: el software. La inteligencia militar lleva tiempo insistiendo en su importancia creciente, y los hechos no hacen más que darle la razón. Veamos un caso tomado de The Economist. El grupo NSO, una firma israelí dedicada a la ciberseguridad, vendió el año pasado al Gobierno saudí su software de espionaje Pegasus, diseñado para fisgar en los teléfonos móviles de los ciudadanos, incluidos los terroristas. Un disidente saudí llamado Omar Abdulaziz asegura que su Gobierno utilizó Pegasus para espiarle, y para llegar así hasta Jamal Khashoggi, el famoso periodista saudí crítico con el régimen. Poco después, el 2 de octubre de 2018, Khashoggi entró en el consulado de su país en Estambul, de donde solo saldría después en pedazos muy pequeños. Abdulaziz reveló estos datos en una querella contra NSO que presentó hace justo un año en un juzgado israelí. La empresa niega los cargos.

No solo la firma israelí NSO, sino también el grupo anglo-germano Gamma y el italiano Memento Labs, venden sus licencias de “software intrusivo”, el armamento de última generación, a todo tipo de Gobiernos para permitirles acceder a los datos de los terroristas, sí, pero también de cualquier otro ciudadano que les resulte molesto. Las cifras de negocio de este nuevo campo del software intrusivo son de momento modestas, al menos por lo poco que sabemos de esa actividad oscura y sigilosa. Puede rondar los mil millones de euros, o 72 veces menos que el negocio armamentístico propiamente dicho. Pero esto no es un dato tranquilizador, porque las nuevas armas tienen una propiedad de la que carecía nuestro tradicional lanzamisiles. A diferencia de estos, el software es carne de ingeniería inversa.

En la ingeniería (directa), uno tiene un problema y trata de resolverlo diseñando motores, circuitos, válvulas y una maraña interminable de cables de colores. En la ingeniería inversa, uno tiene un aparato que ya funciona para algo —como asesinar a disidentes, por poner un ejemplo tonto— y lo desmonta para ver cuál es el truco, analizarlo y copiarlo. La ingeniería inversa funciona exactamente como la ciencia, solo que la ciencia investiga un fenómeno natural, y la ingeniería inversa estudia un artefacto diseñado por un Homo sapiens. La idea se puede aplicar a un lanzamisiles o a una tostadora, pero alcanza su clímax en el análisis del software. Desarrollar por primera vez Pegasus es un alarde de talento, inversión y trabajo duro, pero copiarlo, analizarlo y mejorarlo cuesta muy poco. A veces basta con un niñato gafapasta encerrado en un garaje.

Los protocolos internacionales que hemos desarrollado penosamente para restringir las armas nucleares, químicas y biológicas no nos sirven para gestionar el nuevo armamento virtual. Se venden correas para atar a las empresas en corto.

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