Otro circo
Ningún león se come al domador, pero todo sigue oliendo a pestilente repollo
La mínima expresión del circo la constituyen una escalera, una cabra y un zíngaro que toca una trompeta abollada. Se le puede añadir también un oso y un pandero. A veces llegaba al pueblo un carromato de titiriteros y, en la plaza, bajo tres bombillas de 100 vatios, se montaba un espectáculo ratonero que a los niños de posguerra nos bastaba para soñar. Así llegó el día en que uno de mis tíos, muy farandulero, me llevó a ver un circo con leones, tigres, monos, equilibristas, trapecistas y payasos, que por Navidad se instalaba en la plaza de toros de Valencia. Llevo asociada la idea del circo a un desasosiego unido a la alegre fanfarria, al cúmulo de lentejuelas, al olor a repollo y a fieras despeluchadas, llenas de pulgas, en las jaulas. De niño podía soportar que una cabra trepara por una escalera a toque de trompeta, pero de chaval, imbuido por tantas lecturas de libros de la selva, me parecía degradante que un león o un tigre domados se vieran obligados a golpe de látigo a pasar por el aro, a sentarse, a levantar una pata, a abrir la boca y a rugir para dar la sensación de peligro. Pasados los años consulté con un psicólogo argentino mi inquietante duda de si en el fondo no estaría deseando que el león se comiera al domador de una vez. Aquel circo de antaño que por Navidad se instalaba bajo una carpa en las afueras es el mismo que este año se ha transformado en el espectáculo de la política. En realidad, nada ha cambiado. En este circo actúa el líder de extrema derecha como hombre bala, el presidente en funciones hace contorsionismo en lo alto de una escalera, los independentistas dan en el trapecio el triple salto mortal, los jóvenes revolucionarios de izquierdas ya son tigres vegetarianos y la portavoz de la derecha pone la cabeza muy segura bajo la pata del elefante. Ningún león se come al domador, pero todo sigue oliendo a pestilente repollo.
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