Greta
Persistir en el escrutinio de su figura, de sus palabras, de sus gestos, es una técnica para desactivarla, para proteger a los verdaderos enemigos de todos los habitantes de la Tierra
Tiene 16 años y es cierto que no parece muy simpática. Si alguna vez hubiera conocido a alguna adolescente agradable, que no es el caso, podría estar de acuerdo en que ella no lo es. Pero la cuestión no es esa, sino la turbia manipulación de siempre. Todo el mundo habla de Greta Thunberg, de su aspecto, de su estatura, de su síndrome de Asperger, para eludir a los verdaderos malvados de esta historia cuya heroína frágil, desarmada, parece abocada a una destrucción que no merece. La cuestión no es el hiperliderazgo mediático de una chica que no está preparada para soportarlo, sino que, mientras hablamos de Greta, nadie habla de Jair Bolsonaro, el pirómano de la selva amazónica, ni de Donald Trump, que sigue haciendo chistes sobre el frío que hace en pleno recalentamiento global, ni de Xi Jinping, el presidente chino que aspira a seguir contaminando por el procedimiento de comprar cuotas de emisión de gases a países tan pobres que ni siquiera se pueden permitir el lujo de poseer industrias. Ese es el verdadero peligro, la principal amenaza que se cierne sobre el movimiento que fundó una niña que decidió que no merecía la pena ir a clase los viernes en un planeta que estaría agonizando cuando ella pudiera completar su formación. Día tras día, la realidad subraya el acierto de aquel implacable silogismo. En esta situación, hablar de Greta, persistir en el asfixiante escrutinio de su figura, de sus palabras, de sus gestos, no es otra cosa que una técnica para desactivarla, para proteger a los verdaderos enemigos no ya de su causa, sino de todos los habitantes de la Tierra. Mientras todos los focos sigan apuntando a Greta, los explotadores, los plutócratas, los neoliberales salvajes seguirán ganando esta guerra.
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