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Columna
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Cohabitación

España se ha convertido ahora mismo en un sistema ingobernable, dado que la única mayoría parlamentaria que se vislumbra le otorga el poder arbitral decisorio a un partido antisistema

Enrique Gil Calvo
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras firmar el principio de acuerdo para compartir un gobierno de coalición.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras firmar el principio de acuerdo para compartir un gobierno de coalición.Jesús Hellín (EUROPA PRESS)

La legislatura anterior abortó porque Sánchez, Rivera e Iglesias, asiduos a la ludopatía política, se jugaron todo su capital a la ruleta rusa. Y perdieron la partida, aunque los electores les hayan castigado repartiendo las culpas de forma diferencial. Rivera perdió el 60% de sus votos y emprendió la fuga, descargando todas las deudas sobre sus arruinados apóstoles. Iglesias también perdió otro 17% de su menguado capital, pero ha tenido la suerte de que Sánchez, pese a perder sólo el 10%, va a tener que comerse todo el marrón, dado que el tiro le salió por la culata. Por eso ahora, haciendo gala de un pragmatismo extremado, no ha dudado en ofrecer a quien antaño pretendió sorpassarle un contrato de cohabitación en toda regla.

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Es el concepto que se usa en Francia para designar al presidente obligado a compartir el poder con su rival al frente del Gobierno. Así le pasó por ejemplo al presidente Chirac en 1997, cuando disolvió la Asamblea para ampliar su mayoría pero solo logró que vencieran los socialistas, teniendo que nombrar primer ministro a Lionel Jospin. Y ahora a Sánchez le ha pasado aquí lo mismo, viéndose obligado para poder sobrevivir a tener que soportar de vicepresidente al inefable Iglesias. Y eso sólo si consigue que los sediciosos de ERC se dignen permitir con su abstención que salga adelante su investidura. Así que, si todo le sale bien, lo que todavía está por ver, tendrá que soportar una contradictoria cohabitación por partida doble, dado que sólo podrá gobernar con el permiso del secesionismo unilateral: Frankenstein al poder.

España se ha convertido ahora mismo en un sistema ingobernable, dado que la única mayoría parlamentaria que se vislumbra le otorga el poder arbitral decisorio a un partido antisistema, partidario de convertir a nuestro país en Expaña, cuyo líder acaba de ser condenado por sedición a 13 años. Es verdad que ahora ese partido parece aplazar su programa secesionista para más adelante, prefiriendo gobernar dentro de la ley para ampliar su base electoral. Pero no se atreve a proclamarlo en público, por miedo a qué dirán de él sus rivales del radicalismo violento. Con lo cual se da la paradoja de que el partido que aspira a liderar el espacio catalán le cede la hegemonía discursiva a aquel otro al que pretende desbancar y superar. Lo que así nunca podrá lograr, como es evidente, pues para poder vencer antes tendrá que convencer a la mayoría de la superioridad de sus razones. Y como no se atreve a proclamarlo en público, para poder apoyar por pasiva a Sánchez tendrá que exigirle un peaje que parezca inasumible.

Y mientras tanto el partido ultra, decidido a discriminar a quienes resistan la supremacía del varón español, se dispone a ejercer la oposición con máxima violencia verbal, rompiendo los consensos comunes sin frenos ni límites. Con lo que nuestra escena política se va a convertir en el paraíso de la fracturación política, como una piel de toro tironeada en direcciones opuestas desde sus cuatro esquinas. A no ser que Casado y los suyos crean que más vale España roja que rota y accedan gratis a la investidura de Sánchez.

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