Un año después
La revuelta de los 'chalecos amarillos' también es un aviso para el resto de Europa
Sería precipitado dar por liquidado al movimiento de los chalecos amarillos que comenzó en Francia como una protesta contra la subida del precio del carburante y que cumple ahora su primer aniversario. Siguen movilizándose cada sábado, aunque en números inferiores a los del otoño y el invierno pasados, y nadie descarta que regresen. Es cierto que han fracasado en su intento de articularse como formación política y que hoy son otras las reivindicaciones que ocupan la calle, como las de las pensiones, las de los hospitales o la del cambio climático. Pero su impacto perdura.
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Los chalecos amarillos obligaron a corregir el rumbo a Emmanuel Macron, que puso en marcha medidas para elevar el poder adquisitivo y abrió nuevos canales de diálogo con la ciudadanía con el llamado gran debate nacional, y han revelado un malestar de fondo que en los próximos años constituirá uno de los principales desafíos internos de Macron o de sus sucesores. Aunque sus reclamaciones eran difusas y su programa contradictorio, los chalecos amarillos esgrimían agravios reales. Vestidos con la prenda fluorescente que es obligatorio tener en los vehículos motorizados, representaban la Francia de las ciudades medianas y pequeñas de provincias desconectadas de las metrópolis prósperas y globalizadas. Era el país de los empleados sin título universitario con trabajos precarios, la que necesitaba el automóvil para ir a trabajar, la que se sentía despreciada por las élites intelectuales y políticas, y la que creía que sus hijos tendrían menos oportunidades que ellos. Era, también, la revuelta de los franceses que no se ven representados en las instituciones.
Los chalecos amarillos hicieron visible a una Francia a veces oculta o ignorada, el país de las clases medias empobrecidas y blancas, y alejado de las banlieues, los barrios periféricos de origen inmigrante. La paradoja es que nunca fue un movimiento mayoritario, aunque al principio disfrutó de amplias simpatías en la población. En su momento de mayor poder de convocatoria, congregó a menos de 300.000 personas en toda Francia. La violencia contra el mobiliario urbano, los comercios de lujo o las fuerzas del orden, probablemente apartó a mucha gente de una causa con la que en un principio había empatizado, aunque la contundente respuesta policial, que ha dejado decenas de heridos y merecido críticas desde organismos internacionales, es otro de los borrones de esta crisis.
Un año después, la fractura social, geográfica y política está lejos de cerrarse, y no son exclusivas de la sociedad francesa. El malestar se expresa de forma distinta en cada lugar, pero es común en buena parte de las democracias occidentales. La revuelta de los chalecos amarillos también es un aviso para el resto de Europa.
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