Miénteme y dime que me quieres
Estamos ante una especie de nacionalismo de partido que lo justifica todo mientras parece que vamos ganando
La humanidad no soporta mucha realidad, escribió T. S. Eliot. La relación de la política con la verdad y la mentira ha generado debates durante siglos, y controversias intensas en los últimos años: desde la guerra de Irak hasta el Brexit. Cuando subió Trump al poder hubo discusiones sobre si cree las falsedades que propaga constantemente, y si por tanto se puede hablar de mentira o no. No soy médico, pero interpreto a uno en la tele, recordaba Tim Harford en el Financial Times. No soy un empresario de éxito, pero interpreto a uno en la tele, podría haber dicho Trump.
Muchas veces queremos que nos cuenten lo que más o menos pensamos: poco pueden hacer los datos frente a un relato que confirma nuestros prejuicios. Los primeros engañados solemos ser nosotros mismos, a veces a sabiendas y a veces sin darnos cuenta. Buscamos los signos que confirmen nuestra opinión. Y, si empezamos a sospechar que hemos cometido errores, construimos con ellos nuestra poética. Los últimos meses de Ciudadanos son un ejemplo.
Pero hay otras variantes. Aceptemos por un momento la tesis del Tribunal Supremo según la cual la estrategia ilegal y unilateral del independentismo catalán en el otoño de 2017 fue un gigantesco engaño, un farol destinado a forzar al Estado a una negociación. Requería timar al menos a una parte considerable de los más de dos millones de personas que apoyaban esa deriva. Ahora, algunos se quejan de que las sentencias eran muy severas para un trampantojo. Al margen de otras consideraciones, sorprende que no les moleste tanto que les hayan usado. También hemos visto cómo Pedro Sánchez ha alcanzado un acuerdo con Unidas Podemos que hace unas semanas le producía terrores nocturnos. Lo llamativo no es la impostura, ni que cuele. Ni siquiera que se perdone. Sino que se acepte tranquilamente.
No son casos únicos, solo más visibles. Como en muchas otras cosas, no ha cambiado tanto el mecanismo como la velocidad. La tribalización de la política intensifica este fenómeno, una especie de nacionalismo de partido que lo justifica todo mientras parece que vamos ganando. No sabemos bien lo que pensamos ni lo que hacemos, pero al menos sabemos que somos nosotros. El problema de tantos giros y justificaciones es que acabemos como el filósofo estadounidense Stanley Cavell, que una vez preguntó a un transeúnte: “Sé en qué calle estoy. Pero ¿podría decirme en qué ciudad?”. @gascondaniel
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