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Columna
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‘Calculitis’

Los menores no acompañados han sido tratados en esta campaña como mercancía electoral y mediática. Una obscenidad que nos resultaría abominable si afectara a nuestros hijos

David Trueba
Varios menores, en el centro de primera acogida de Hortaleza (Madrid).
Varios menores, en el centro de primera acogida de Hortaleza (Madrid). Víctor Sainz

Para los que no hemos seguido con demasiada atención esta campaña electoral se nos ha hecho larga, pese a ser la más corta. Arrancó, como mínimo, en abril, y hasta aquí hemos llegado, tras casi un año en hipotermia. Oponerse a esta campaña electoral era protegerse de un tufo inaguantable a cálculo. Están demasiado sobrevalorados los asesores y chamanes electorales. Y su sobrevaloración resulta útil a una nueva estirpe de políticos mutantes, a los que a veces el casticismo llama mutontoscon admisible crueldad. Las mutaciones tan exageradas proceden de una falta básica de coherencia y de rigor. No es accidental que la máxima influencia intelectual que exhiban provenga de series malas de televisión, consumidas sin la precisa prevención para aprender a distinguir entre realidad y ficción. Por todo ello, los electores, que tienen una bendita paciencia y que hacen siempre una lectura afinadísima de la oferta que se les presenta en boca, andan desesperados a la busca de algo que suene a autenticidad. A veces, la autenticidad es peligrosa, radical o zafia. Pero eso debe ser una exigencia más para aquellos que quieren armar un discurso inteligente y racional; no basta con que funcione en la superficie, también tiene que sostenerse sobre andamiaje sólido, sobre valores compartidos y principios claros.

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Sin embargo, el domingo electoral tuve la suerte de compartir el mediodía en una organización de acogida de emigrantes de Madrid. Un piso armado por voluntarios donde dan techo y comida a una docena de chavales que llegaron como menores a nuestro país y al cumplir la mayoría de edad fueron expulsados del sistema de protección, sin papeles, sin arraigo y sin futuro. El cariño y la calidez del abrigo que personas esforzadas y generosas comparten con estos individuos desamparados logra el milagro, cada vez más raro, de tornar tragedias vitales en experiencias gratificantes. La lotería de la vida puede reformarse, para bien y para mal. A través del deporte, el idioma, la cocina, la amistad y los empleos ocasionales y un mínimo de estudios se puede conservar la paz vecinal y seguir festejando que España es un país de acogida donde la presión migratoria es muy poco problemática en comparación con otros lugares.

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Conviene recordarlo porque existen mecanismos muy esmerados para tratar de exacerbar un problema. Desde ese hormiguero ideológico donde se disputa por seducir a la visceralidad más primaria de los ciudadanos se agita sin tino el miedo, en lugar de resaltar el valor y el coraje de quienes sostienen la pelea con enorme dignidad. Los menores no acompañados han sido tratados en esta campaña como mercancía electoral y mediática. Una obscenidad que nos resultaría abominable si afectara a nuestros hijos. Son niños desplazados por la guerra y el hambre. Que seguirán llegando por los conflictos que algunos grandes diseñadores geoestratóxicos tuvieron a bien desencadenar en montañas lejanas. O no tan lejanas si atendemos al flujo migratorio que han provocado y que provocarán en un futuro próximo desde el Kurdistán, Irak y Afganistán. Pasar un domingo en un hogar de acogida, entre voluntarios, le devuelve a uno la ilusión por este país. Ilusión que nos arrebatan sus líderes políticos con sus trampitas contables, las mismas que aprendimos a despreciar cuando las detectábamos detrás de una novela o una película diseñada por calculadora.

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