Iggy Pop: “Mi cuerpo está, digamos, sujeto con pinzas”
El rockero que siempre estuvo ahí, cambia a sus 72 años de género musical. Su nuevo disco, ‘Free’, explora entre susurros terrenos jazzísticos. Antes ya había cambiado las drogas por los zumos, las ‘groupies’ por una cacatúa y Berlín por Miami
Las instrucciones proporcionadas por su manager vía e-mail antes de la cita constituyen un prometedor alarde de comunicación sin tapujos: “Por favor, asegúrense de que el fotógrafo llega antes de la hora para preparar. Tal como hemos comentado, nada de tocar las pelotas una vez Iggy haya empezado la sesión. No tendrán el lujo de tomar decisiones en el set o de probar cosas sobre la marcha. Le perderán”.
Una vez en el set, uno de esos chalés de Miami de lujo aséptico, con piscina y embarcadero, el manager resulta ser un encantador escocés de Glasgow. Y James Osterberg, más conocido como Iggy Pop (Muskegon, Michigan, 1947), un tipo cordial e inteligente, a la altura de su leyenda. Llega en un Bentley descapotable, con retraso, sin camiseta y sin calzoncillos, como se intuye por los dos tercios de trasero que asoman por encima del pantalón de vinilo negro, y como confirma enseguida el manager escocés. “Nunca lleva ropa interior”, señala con expresión grave, cariacontecido, como si hablara de una intolerancia a la lactosa y no de una decisión vital maravillosa en un señor de 72 años.
“Cuando te lanzas al público, conviene apuntar siempre a los altos. Pero no volverá a ocurrir. Lo hice hasta el año pasado. Mi cuerpo está, digamos, sujeto con pinzas”
La última vez que le vi estaba usted encima de mí, medio desnudo, sangrando ligeramente por la cabeza. ¿De veras?
Fue hace tres años, en el Royal Albert Hall de Londres, cayó usted sobre mí desde el escenario. Fue un concierto memorable. Lo fue, ¿verdad? Una de esas noches increíbles. El escenario era perfecto. No había valla, solo seguratas, que los puedes sortear. Y la forma de coliseo da mucho dramatismo.
No era la primera vez que caía usted encima de mí. Hace 23 años, en un festival en los Pirineos, en España, también lo hizo. Es que, cuando te lanzas al público, conviene apuntar siempre a los altos. Ya no volverá a ocurrir. Estuve haciendo stage diving [tirarse del escenario] hasta el año pasado. Pero ya no lo hago más. Mi cuerpo está, digamos, sujeto con pinzas. ¿Sabe? Recuerdo bien aquel concierto. Compartía cartel en el festival [Doctor Music, 1996] con Lou Reed. Aquella noche fue la última vez que le vi [el músico neoyorquino fallecería 17 años después].
Pasaron dos décadas entre ambos conciertos, pero el Iggy Pop que se movía por el escenario parecía el mismo. ¿Qué hay de James Osterberg? ¿Ha cambiado mucho? Tengo la misma psicología. Y estoy en una situación un poco mejor. Un poco más libre y más feliz. En algún lugar intermedio entre un chaval rockero y un profesor chiflado.
En ese extraño lugar intermedio se podría situar Free, el nuevo disco de Iggy Pop, un artefacto muy alejado de su anterior trabajo, el exitoso Post pop depression (2016), y de todo lo que ha hecho antes. Lo componen diez sombríos temas en clave de spoken word, en los que Iggy Pop recita sobre paisajes jazzistas construidos por el trompetista Leron Thomas y la guitarrista Sarah Lipstate.
Hay textos de Iggy (tres) y de Leron Thomas (cinco), además de un poema de Dylan Thomas y otro de Lou Reed. “Conocí a Leron a través de un amigo crítico de jazz”, explica. “Lo puse en mi programa de radio, y empecé a escribirme con él. Hablamos de colaborar de diferentes maneras, y al final lo que salió fue un disco de Iggy Pop. Necesitaba alejarme del marco habitual. Como le decía, tengo un poco más de libertad en lo personal ahora que la que he tenido nunca, y quería hacer algo fuera de la cárcel del rock”.
“Ya no puedes sobrevivir. Ya no va a haber nuevos dinosaurios blancos. Ahora están todos en el ‘hip hop’. Jay-Z es el nuevo Led Zeppelin. Soy el último dinosaurio blanco”
Iggy tiene un aspecto envidiable, y asegura que su estado mental es aún más sensacional. “Toda la vida, cuanto más terreno he perdido en lo físico, más he ganado mentalmente. Es muy interesante”, explica. “Antes tenía los abdominales marcados. Ya sabe: tableta de chocolate. Pero cuando desarrollé una pequeña barriga… ¡a las chicas les encanta!”.
¿El secreto? Iggy menciona el qigong, un conjunto de técnicas relacionadas con la medicina china. “Son los ejercicios básicos que están detrás del tai chi, pero es un poco más duro”, cuenta. “La idea es que aumenta el flujo de energía por tu cuerpo, te enciende el metabolismo, estás más alerta, pero también calmado. Y me sienta muy bien”.
Algo tendrá que ver también el nuevo hábitat de la Iguana. Quizá Miami no es la ciudad donde uno esperaría encontrar al padrino del punk rock, oriundo de Ann Arbor, en el frío Míchigan. Pero asegura Iggy que aquí ha encontrado la felicidad. “Mire, tenía 23 años cuando me fui de Detroit”, recuerda. “Viví en sitios duros y fríos: Londres, Berlín, y después 20 años en Nueva York. Me dejó machacado, y pensé que ya no tenía por qué vivir así. Pero tampoco podía mudarme a Nebraska, claro. Me vine aquí para escapar de todo, y empecé a sentirme mejor. Quería ir al sur, ¿sabe?”.
Se ha adaptado, asegura, al ritmo meridional. “Me levanto hacia las 6.30”, cuenta. “Me bebo un espresso en la cama hasta las siete. Voy abajo y me pongo un zumo de naranja natural. Chapoteo un rato en la piscina. Hago mi qigong. Y juego con la cacatúa. Tengo una cacatúa grande, que pertenece a mi mujer. No es mi idea tener un pájaro en una jaula, y no puedo verla encerrada. Necesita salir, así que la saco. Es tan grande como un halcón. Después leo los periódicos y reviso qué discos nuevos han salido. Llevo un diario para hacer listas para mi programa de radio. Y a media mañana voy a la playa. Después viene mi asistente, nos sentamos en el coche y nos encargamos de los e-mails. Vuelvo a la playa y, cuando regreso a casa, una cena temprana y una buena botella de vino. Y si decido pasármelo muy bien, lo hago muy discretamente”.
¿Qué echa de menos de los viejos tiempos? Echo de menos ese vagar inesperado del día a la noche, de la noche al día…Ahora tengo horarios estructurados, sé donde voy a dormir cada noche. La verdad es que me ha ido mejor de viejo que de joven. Pero eso lo echo de menos, sí. También echo de menos que, cuando era veinteañero, entre 1967 y 1977, las ropas eran más raras, era todo más experimental e ingenuo. Ah, y también echo de menos la marihuana.
“Cuando yo era joven la economía era muy fuerte en Estados Unidos. Nunca me preocupé por el dinero. Si fuera joven hoy, no sería tan salvaje como lo fui de veinteañero”
¿Ya no fuma? No, ya no puedo. Si ahora pegase una calada grande, tendría que ir corriendo a esconderme debajo de la cama. Pero recuerdo cuánto me gustaba. Tenía las mejores ideas, era genial para tocar la guitarra, para el sexo… Pero, como muchas drogas, a veces se vuelve contra ti. Llega un momento en que cada vez que fumas no te lo pasas bien o se interpone en algo que quieres hacer.
Las drogas han estado íntimamente ligadas a la música de Iggy Pop y, en especial, a la corta historia de The Stooges, banda que lideró entre 1968 y 1974. En la gestación del concepto el LSD tuvo un papel clave. Igual que el que desempeñó la heroína en el final de la banda, siete tormentosos años después. “Las drogas estaban total y completamente implicadas en mi música”, reconoce. “En esos siete álbumes que hice entre 1969 y 1977 tuvo un papel principal, ya lo creo. Después de eso, ya no ayudaron. Cuando cumplí los 30, todo lo que hacían era joderme la vida”.
The Stooges se habían separado por segunda vez, después de la grabación en Londres del mítico Raw power. Los problemas de Iggy con las drogas se agravaban, y él y David Bowie, que había proporcionado un impulso a su carrera al producirle aquel tercer álbum, se fueron a Berlín para escapar de sus adicciones. Allí, con la ayuda de Bowie, Iggy grabó The idiot y Lust for life, sus álbumes más aclamados como solista. Imaginar a David Bowie e Iggy Pop como compañeros de piso en el Berlín de los setenta ha dado mucho juego a los seguidores de ambos.
“Era un apartamento de siete habitaciones, sobre un taller de recambios de automóvil”, recuerda. “Un vecindario muy básico, pero lo suficientemente acogedor como para que hubiera un lugar para comer huevos por la mañana y tomar café. Había un viejo cine en una esquina, un restaurante griego y, claro, un buen bar alemán. No había muchos muebles. David mandó que se llevaran todo lo que había antes en la casa. Pero sí tenía una mesa de despacho que había sido del jefe de UFA, el estudio de cine alemán que producía a Fritz Lang y todas esas grandes películas. Salíamos tres noches a la semana y una de ellas sería de volatín. Las otras dos noches hacíamos algo interesante, como una cena con una estrella del cine, o un bar con un espectáculo de drags. Pero la mitad del tiempo estábamos allí poniendo discos, escribiendo cosas, leyendo, pintando, tomando un par de cervezas y comiendo comida alemana, como hígado con cebolla, o roast beef con repollo”.
A pesar de su enorme influencia en mucho de lo que vendría después, el dinero y el éxito masivo no acompañaron a Iggy durante los años en que grabó su música más imperecedera. Un éxito tan evidente como Lust for life, por ejemplo, no le reportó mucho hasta que, 20 años después de grabarla, Danny Boyle la recuperó para la banda sonora de Trainspotting. Respecto a los tres discos de The Stooges, fueron tremendamente minoritarios antes de convertirse en objetos de culto.
“Si hubiera nacido con una voz como la de Adele o la de Rosalía. Si hubiera nacido con esos pulmones no estaría haciendo el capullo con Iggy Pop. Iría directo a la cima”
“En parte, es el viejo cliché: era algo adelantado a su tiempo”, explica. “De pronto, la sociedad cambia lo suficiente como para que alguna de la gente nueva empiece a valorar cosas que suenan sucio, como yo, cosas más provocadoras, y no otras que parecían perfectas en los setenta. Y como mis discos nunca fueron muy conocidos, la gente no estaba harta de mí. ¿Cuántas veces puedes escuchar Stairway to heaven antes de no querer oírla nunca más?”.
También influyó, admite, su imagen. “Siempre me he cuidado mucho de parecerme a mí mismo. No he engordado 50 kilos, no estoy calvo. La gente sacaba fotos, y a los jóvenes les gustan esas fotos. ¿Qué cojones es eso? ¡Eso es más divertido que mi padre!”.
Una de esas fotos, tomada por Mick Rock en 1972, se convirtió en una especie de icono de la época. Están Lou Reed, Iggy Pop y David Bowie. Lou y Bowie maqueados, e Iggy en medio, abrazado a los dos. Nadie habría apostado a que aquel tipo con una vieja camiseta de T-Rex, los ojos encendidos y un paquete de Lucky entre los dientes iba a sobrevivir a los otros dos.
“Estuve pensando en esa foto el otro día”, asegura. “Yo no debía haber estado allí. Era una especia de recepción de la prensa para ellos dos. RCA, su compañía, había traído un avión lleno de periodistas. Uno de ellos era de Detroit. Me llamó y me dijo que estaba en la ciudad, que fuera con él a eso. Dije que sí porque, si no iba, iba a pensar que le odiaba. Por eso están ellos tan bien vestidos y yo voy en camiseta. Pero había alguna razón mágica por la que debía estar ahí. Yo lo sé”.
Iggy se sabe el último de una especie. “El negocio ha cambiado”, explica. “Ya no puedes sobrevivir. Ya no va a haber nuevos dinosaurios blancos. Ahora están todos en el hip hop. Jay-Z es el nuevo Led Zeppelin. Soy el último dinosaurio blanco”.
¿A qué se refiere? Tiene que ver con el estilo de vida. Cuando yo era joven la economía era muy fuerte en Estados Unidos. Nunca me preocupé por el dinero o por la supervivencia. Pero ahora es una atmósfera nerviosa para los jóvenes. Si fuera joven hoy, no sería tan salvaje como fui de chico. Porque no me saldría bien. No hay tanto espacio para eso. Puedes seguir colocándote, sí, pero tienes que tomártelo con calma. En vez de cambiar de pareja tres veces al día, probablemente tengas que mantener a tu novia por lo menos una semana. Los chavales ahora saben más del negocio, saben lo que es la propiedad intelectual. Yo no tenía ni idea. Solo quería ser grande.
La infancia de James Osterberg explica algunas cosas. Su familia vivía en una caravana, pero sus padres tenían una buena educación y empleos estables. “Mi padre fue a la universidad pero no tenía un pavo”, asegura. “Era huérfano, nunca vio a su madre ni a su padre. Creció en la pobreza, durante la Gran Depresión. Igual que mi madre. Los dos consiguieron trabajos buenos, él era profesor y ella, secretaria. A los dos les aterraba volver a ser pobres, tener un trauma financiero, porque a sus padres les había pasado. Por eso vivíamos en una caravana. Fue duro para mí, porque el resto de los chicos tenían una vida diferente”.
La estructura social era algo que despertaba la curiosidad del joven James. “Disfrutaba mucho de las cosas a las que estaba expuesto cuando conocía a gente con dinero”, recuerda. “Me impresionaba cómo vivían, cómo actuaban, sus buenos modales, sus casas, sus coches. Pero no era el dinero en sí lo que me impresionaba, tampoco quería ser como ellos. Empecé a tocar la batería con una banda de versiones, The Iguanas, y tocábamos todo el verano en una zona de veraneo de gente muy rica. Yo tenía 18 años y salía con la hija del presidente de una de las grandes compañías del país. Una noche cené con su padre, y trataba de ayudarme: ‘Esta cosa de la música que haces… no quieres hacerlo. Escucha, yo te puedo ayudar a entrar en Princeton, te sacas el título de Derecho y vienes a hablar conmigo’. Pero no me interesaba eso. ¡Yo quería ser un dios del rock!”.
A los 18 años se prometió a sí mismo que siempre haría música. “Estuve un semestre en la universidad y me sentí miserable”, recuerda. “Tenía una oferta de una banda de blues, tipos mayores que sabían tocar, y pensé: voy a ser un músico. Nunca me lo he vuelto a plantear. La única vez que me preocupó fue un día que estaba caminando por la parte chunga de Ann Arbor, y un músico salió de un bar. Eran las tres de la tarde de un día soleado. El tipo tenía la piel rosa, el pelo grasiento y una calva. Un traje blanco barato, una gran barriga, y una copa en la mano. Y pensé: ‘Mierda, si no lo hago bien, ese voy a ser yo”.
Pronto dejó la batería y se puso frente al micro. James Osterberg se convirtió en Iggy Pop. “No fue necesariamente consciente, era solo alguien que quería ser. Habría sido totalmente diferente si hubiera nacido con una voz como la de Adele o la de Rosalía. Si hubiera nacido con esos pulmones no estaría haciendo el capullo con Iggy Pop. Iría directo a la cima. Tendría los mejores productores, abogados... Pero no fue así. Era solo un niño problemático. Las técnicas las aprendí muy lentamente. Lo único que tenía era las ideas”.
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