Modelos de inteligencia: los ‘zorros’ predicen el futuro mejor que los ‘erizos’
Isaiah Berlin recurría a estos dos animales para explicar que hay dos tipos de pensadores distintos. El experto en Historia Militar John Lewis Gaddis ahonda en el debate sobre estas diferencias
Entre 1988 y 2003, en un esfuerzo por determinar las raíces que definen la precisión y la imprecisión en las predicciones que se hacen del futuro político del mundo, el psicólogo político estadounidense Philip E. Tetlock y sus ayudantes recopilaron 27 .451 predicciones sobre política internacional. Estas habían sido hechas por expertos de universidades, Gobiernos, fundaciones, instituciones internacionales, medios de comunicación y grupos de reflexión y venían acompañadas de tablas, gráficos y ecuaciones. Tetlock publicó en 2005 un libro titulado Expert Political Judgment, en el que da cuenta del estudio más riguroso realizado hasta la fecha para responder a la pregunta de por qué algunos especialistas aciertan en sus previsiones de futuro y otros no. “Quién fuera el experto, es decir, su trayectoria profesional, estatus, etcétera, no suponía un ápice de diferencia”, concluye Tetlock. “Tampoco constituía un factor determinante cómo pensasen, a saber, el hecho de que fueran progresistas o conservadores, realistas o institucionalistas, optimistas o pesimistas. Sí importaba, sin embargo, su estilo a la hora de razonar”. Cuando se le mostró la caracterización que [Isaiah] Berlin hacía de zorros y erizos, Tetlock llegó a la conclusión de que aquella era, en efecto, la variable crítica. Los resultados parecían inequívocos: los zorros eran mucho mejores prediciendo el futuro que los erizos, que resultaron acertar tanto como un chimpancé que jugara a los dardos (o, quizá, como el modelo informático de un chimpancé que jugara a los dardos).
Sorprendido por el resultado, Tetlock trató de identificar qué cosas diferenciaban a sus zorros de sus erizos. Los zorros se apoyaban para sus predicciones en el “entretejido de diversos retales de información” y no tanto en conclusiones extraídas mediante deducción a partir de “grandes esquemas”. Los zorros dudaban de que “el nebuloso asunto de la política” pudiera ser, de alguna manera, “objeto de una ciencia exacta”. Los más certeros “tenían en común el dudar de sí mismos”, de modo que “no anteponían ninguna idea a la crítica y a la autocrítica”. Sin embargo, tendían a ser muy digresivos —matizaban demasiado sus afirmaciones— y solían perder el interés del público. Los presentadores de tertulias no solían volver a llamarlos y los políticos estaban siempre demasiado ocupados como para detenerse a escucharlos.
Sin embargo, los especialistas del estudio de Tetlock tipificados como erizos esquivaban la autocrítica y desdeñaban las objeciones de los demás. Solían desplegar explicaciones agresivas y grandilocuentes y hacían gala de una “impaciencia erizada de púas con los que ‘no lo entendían”. Cuando tocaban fondo en los pozos intelectuales que perforaban, se limitaban a seguir cavando. Se convertían en “prisioneros de sus propios prejuicios” y quedaban atrapados en un círculo de autocomplacencia. Dichos prejuicios cumplían con su función correctamente de manera aislada, pero no guardaban relación coherente con lo que, en última instancia, ocurría en la realidad. Todo ello inspiró en Tetlock la denominada “teoría del buen juicio”: “Los pensadores autocríticos son mejores a la hora de descifrar las contradictorias dinámicas que rigen las situaciones en permanente evolución; se muestran más precavidos en lo relativo a su pericia predictiva; recuerdan sus errores con más exactitud y son menos propensos a racionalizarlos; tienen más probabilidades de matizar sus convicciones en un periodo razonable de tiempo, y, finalmente —por combinación de todo lo anterior—, están mejor situados para prever de forma realista los acontecimientos futuros”. En resumidas cuentas: los zorros lo hacen mejor.
Las buenas teorías se distinguen por su capacidad para explicar el pasado, pues solo así podremos confiar en que quizá acierten sobre el futuro. El pasado de Tetlock, sin embargo, se identifica con la década y media que dedicó a la realización de este experimento. Heródoto ofrece la oportunidad de poner en práctica los descubrimientos del psicólogo estadounidense —eso sí, sin su cuidadosa supervisión— en una era muy alejada de la nuestra. Las hipótesis de este, en efecto, se sostienen bastante bien en la distancia.
Tras cruzar el Helesponto, Jerjes avanzó convencido de que tanto el volumen de sus fuerzas como la opulencia de su séquito harían inútil cualquier resistencia. “Aun reunidos todos ellos, y sumados los hombres que habitan los países occidentales, los griegos no serían capaces de plantarme cara”. El plan del emperador funcionó en Tracia, Macedonia y Tesalia. Sus ejércitos, sin embargo, se movían muy despacio, como era de esperar. Los persas eran tantos que se bebían ríos y lagos enteros, antes incluso de que todas las unidades los hubiesen atravesado. (…) Tampoco podía Jerjes allanar la topografía. Los persas, para entrar en el Ática, tendrían que atravesar el estrecho paso de las Termópilas, donde los espartanos de Leónidas, una fuerza muy inferior, reclutada a la carrera, retrasaría el avance del enemigo durante varios días. No sobrevivieron ni Leónidas ni ninguno de sus 300 soldados de élite, pero su negativa a rendirse mostró que Jerjes no podría conseguir lo que ansiaba solo con intimidaciones. Mientras tanto, las tempestades de final de verano desatadas sobre el Egeo golpeaban su flota. Los atenienses, siguiendo órdenes de su almirante, Temístocles, evacuaban la ciudad. Esto dejó a Jerjes con el mismo dilema al que tuvo que enfrentarse Napoleón en Moscú en 1812: ¿qué hacer cuando has capturado tu objetivo, pero solo tienes ante ti una ciudad abandonada y azotada por el mal tiempo?
El rey de reyes contraatacó —típico de él— con más intimidación aún. Prendió fuego a la Acrópolis y, a continuación, mandó colocar su trono sobre otro promontorio costero, desde el que contemplar cómo los restos de su armada consumaban su triunfo. Seguramente, el hecho de que desde el más sagrado templo ateniense se elevase una columna de humo desmoralizaría a los galeotes de Temístocles. Sin embargo, aquella era la bahía de Salamina, las tripulaciones de los trirremes estaban bien entrenadas y el oráculo de Delfos había dicho que estarían seguros tras “muros de madera”, refiriéndose, presumiblemente, a los costados de los barcos. Así pues, bajo la estupefacta mirada del emperador, los griegos enviaron la flota persa a pique y mataron a todos los supervivientes, a quienes, en cualquier caso, nadie había enseñado a nadar. Jerjes no tuvo otra opción que aceptar, con mucho retraso, el consejo que le había dado su tío y volvió a casa. Temístocles aceleró la partida del rey al propagar el rumor de que los pontones del Helesponto serían el siguiente objetivo de los atenienses. Aterrorizado, Jerjes se apresuró y abandonó a su suerte a las desmoralizadas tropas persas. Los griegos los derrotaron de nuevo en Platea, pero dejaron que el siguiente castigo corriera a manos de un dramaturgo y de su imaginación. En Los persas, representada por primera vez ocho años después de la batalla de Salamina, Esquilo nos muestra a un Jerjes golpeado y astroso que regresa cojeando a su propia capital, al son de los lamentos de quienes antaño lo aclamaban y con la siguiente advertencia del escarmentado fantasma de su padre, Darío: “Cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia medida”.
Heródoto se basó en Esquilo para su historia. ¿Extraería también del dramaturgo su relato de los sueños —en los que no evoca el fantasma de Darío, sino su “espíritu”—, aquellos que empujaron a Jerjes a cruzar el Helesponto en un principio? No hay forma de saberlo con certeza —los espíritus son muy esquivos—, pero resulta divertido imaginar a ese ente, con independencia de a quién representase, viajando al futuro gracias a sus poderes sobrenaturales y trayendo consigo de vuelta una advertencia para el afligido rey de reyes, firmada por el profesor Tetlock: a menudo, los zorros tienen razón y los erizos son idiotas.
John Lewis Gaddis, Premio Pulitzer, es profesor de la cátedra Robert A. Lovett de Historia Militar en la Universidad de Yale. Este texto forma parte de su libro ‘Grandes estrategias’, que publica Taurus el 3 de octubre. Traducción de Miguel Marqués Muñoz.
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