Los revolucionarios del café Lamblin
No siempre existe un plan para ponerse a cambiar las cosas
Las revoluciones que estallaron en 1848 fracasaron en distintos lugares de Europa. En París, un año después, todavía quedaban rescoldos de aquellos afanes por cambiar las cosas y había quienes estaban empeñados en volver a la carga. Una epidemia de cólera se adueñó de la ciudad. Por ahí estaba entonces Aleksandr Herzen, aquel aristócrata ruso que abrazó de joven la causa de los desfavorecidos y que tuvo que salir de su país. Su historia la contó E. H. Carr en Los exiliados románticos, y el propio Herzen la recogió en uno de los libros más fascinantes del siglo XIX, El pasado y las ideas,donde dio cuenta de las peripecias en las que anduvo, tocado siempre por la fiebre de cambiar al mismo tiempo el mundo y la vida. Puesto que amenaza temporada electoral, y se palpa una hartura general, igual no es mala idea juntarnos alrededor del fuego (como en las cavernas) y contar de nuevo alguno de los episodios por los que pasó este singular personaje.
Vuelta a París, año 1849: el cólera hace estragos. El escritor Iván Turguénev se disponía a regresar a Rusia y tuvo que dejar el apartamento que tenía alquilado, así que Herzen lo alojó en su casa hasta que le tocara partir. De pronto, padeció náuseas y espasmos, había cogido la enfermedad, pero se salvó de la muerte tras pasar calamidades durante 10 días.
El 12 de junio de 1849 el que llegó a casa del aristócrata fue su amigo Sazonov para hablarle de un inminente levantamiento popular. Escéptico por lo que había ocurrido el año anterior, Herzen le comentó que no le encontraba sentido a salir a la calle si no se tenía confianza en los líderes que animaban el movimiento. Sazonov entendió que no iba a moverse de su casa, pero Herzen le dijo: “He dicho que me parece una tontería, pero no he dicho que yo nunca me preste a hacerlas”.
No tardaron en salir juntos. Acudieron al café Lamblin, donde se reunían los “rojos”. Herzen apunta en su libro que, cuando se producen grandes conmociones y tormentas sociales, “siempre aparece una nueva generación de hombres a los que cabe llamar coristas de la revolución”. Y explica: “Criados en un suelo móvil y volcánico, educados en un ambiente de alarma en el que todo parece suspendido en el tiempo, estos hombres se han imbuido de un ánimo de irritabilidad política desde la adolescencia y por eso disfrutan con el lado dramático de las revoluciones y su puesta en escena resplandeciente y gloriosa”. De esa madera estaban hechos los que acudían al café Lamblin; entendían que “los banquetes, las manifestaciones, las protestas públicas, las concentraciones, los brindis y las banderas eran la sal de las revoluciones”.
En el café Lamblin, Herzen descubrió muy pronto que “no había un plan de acción, ni un centro del movimiento ni un programa”. Aun así, salió con todos a la calle. Encontró a varios de los líderes de 1848 al frente de un montón de gente que cantaba La Marsellesa. Cargaron los dragones, la manifestación se dispersó. Unos días después empezaron las detenciones. Cuando fueron a buscar a Herzen no lo encontraron. Pudo conseguir un pasaporte moldovalaco y salió zumbando a Ginebra. Otro exilio más.
Menos mal que estas cosas ya no pasan, y todavía menos en España. No hay ya revoluciones, y resultaría insólito encontrar a un solo personaje que se pareciera a los del café Lamblin. Aquí ya solo hay políticos, y tienen un plan y un programa. Trabajan duramente, no se andan con milongas ni Marsellesas. Por eso la vida de Herzen es tan entretenida, por exótica.
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